Javier Gomá Lanzón posa en las instalaciones de la Fundación Juan March, que dirige en Madrid, España. Foto: Cortesía Lisbeth Salas
La tetralogía sobre la ejemplaridad le tomó al escritor español Javier Gomá Lanzón 30 años de meditación y estudio, y una década de publicación (2003-2013). El ensayista promociona ahora su más reciente libro, Dignidad (2019). Ofreció en Guayaquil una conferencia virtual para la Universidad Casa Grande y accedió a hablar sobre el concepto de lo ejemplar.
¿Entiende la ejemplaridad como un principio rector humano?
Le he dedicado cuatro libros completos. Es innegable y evidente su realidad práctica. El concepto de ejemplaridad es expansivo y tan antiguo como el origen de los tiempos, está en los refranes y en la sabiduría popular, siempre ha funcionado como un principio rector de la ética de las personas y de los pueblos, lo saben los padres, los educadores y los gobernantes, pero es escandaloso el olvido de la ejemplaridad por el pensamiento contemporáneo. La ejemplaridad tiene un lado ontológico y otro pragmático. El lado ontológico pregunta qué es el ser. Mi tetralogía sobre la ejemplaridad contesta: el universal concreto del ejemplo. Y en el lado pragmático mis libros la proponen como un ideal.
¿Qué diferencia existe entre ejemplo y ejemplaridad?
El ejemplo es una cuestión de hecho, puede ser bueno o malo. Mientras que la ejemplaridad es un deber ser, un ideal, tiene que ver con un imperativo moral, que siempre es positivo: compórtate de tal manera que tu ejemplo produzca un efecto virtuoso o civilizador en tu círculo de influencia.
¿Cómo se relaciona el tema con el de la dignidad?
Hay dos clases de dignidad. La dignidad ontológica, la que todo hombre y toda mujer posee por el simple hecho de ser hombre y mujer. Es innata e inexpropiable, no sufre desgaste y no se pierde nunca. Hasta el más villano de los hombres la retiene, porque persiste con independencia de la libertad o la moralidad. Hay otra dignidad que no es ontológica sino práctica, que tiene que ver con el obrar humano, si nos comportamos o no conforme a la dignidad ontológica de la que somos portadores, si hacemos un uso de la libertad a la altura de nuestra dignidad. En este segundo sentido, la máxima expresión de la dignidad pragmática es la ejemplaridad.
¿Por qué afirma que en una sociedad justa cumplir con la legalidad no es suficiente?
No lo es, porque la ley es siempre coactiva y amenaza con una sanción en caso de incumplimiento. Y se ha visto que el miedo a un castigo no asegura la formación de buenos ciudadanos: no se puede mandar por ley ser ejemplar o virtuoso si no nace del propio convencimiento. La ley es necesaria, pero no suficiente, porque la democracia, que trata a sus ciudadanos como adultos y sabe que su única forma de supervivencia es su colaboración virtuosa, exige de ellos un determinado comportamiento social, cívico, que contribuya a la convivencia.
¿Por qué dice usted que la ejemplaridad tiene una naturaleza conflictiva?
Una persona ejemplar llama y atrae a quien la contempla al ideal que representa, un ideal de excelencia, de dignidad y de nobleza. Pero ese ideal exige algo costoso: un sacrificio, una reforma de la vida, una transformación de la vulgaridad innata. Por eso he escrito que el buen ejemplo genera mala conciencia y el mal ejemplo genera buena conciencia.
¿Cómo es eso?
Ante conductas vulgares decimos ‘qué horror’ con desprecio y cierta autocomplacencia porque nos sentimos superiores. El mal ejemplo rehabilita mi imagen y me dignifica ante los demás, frente a comportamientos reprochables de los otros…
¿Y el buen ejemplo hace remorder nuestras conciencias?
En cambio la ejemplaridad -la virtud y excelencia de un colega que destaca en su profesión o un vecino cívico que separa la basura en tres colores- lo que hace es perturbarme. El buen ejemplo me interpela y me obliga a responder ¿por qué no lo práctico yo si está visto que es posible? El buen ejemplo nos señala con el dedo acusador. En presencia del buen ejemplo, o cambiamos de vida en dirección del ideal o matamos violentamente el ideal. De ahí la naturaleza esencialmente conflictiva de la imitación. Y de ahí también que muchos ideales, como los representados por Sócrates o Jesús, mueran de forma violenta.