Digna Palumba, de Zumbahua, escucha la exposición de su compañero Miguel Ángel Sarango, en la Universidad Salesiana. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO
Zumbahua es páramo, es pajonal, es altura, es frío, es sinchi huayra o viento fuerte, es arcoíris… Así describe Digna Palumba a la comunidad en la que nació, creció y hace cinco meses dejó para mudarse a Quito y estudiar Gerencia y Liderazgo, en la Universidad Politécnica Salesiana, en el norte de la urbe.
Es jueves 4 de diciembre, mediodía, y por los corredores de la universidad, los estudiantes caminan presurosos para ingresar a clase y conocer sus calificaciones del primer parcial.
Miguel Ángel Sarango, quien viste una camisa blanca bordada y un corto pantalón negro, que lo identifica como saraguro, es uno de ellos. Ingresa a su aula y se sienta mientras Mónica Ruiz, docente de la materia Historia de la Comunicación dicta las calificaciones.
Es una de las materias de la carrera de Comunicación Social aunque los otros 35 alumnos de comunidades indígenas también estudian Biotecnología, Gerencia y Psicología. El espacio de aprendizaje, según la institución, no termina en la cátedra. Es también una oportunidad para compartir saberes y tradiciones, con maestros y compañeros.
En el aula de Sarango, el tema propuesto es la Navidad, una fiesta que el mundo católico se apresta a conmemorar en los próximos días y que en el Ecuador cada comunidad ha adaptado la fiesta mestiza a sus costumbres y creencias. “En la ciudad comen pavo, en mi comunidad las papas y el cuy nunca faltan”, dice Sarango.
La profesora hace una pausa y comenta que en América Latina las costumbres son parte importante de la identidad. Ella es peruana y recuerda que en diciembre, en Lima, la temperatura llega a 29 grados y que después de la cena de Nochebuena, la gente toma chocolate caliente. “Uno suda al tomarse la bebida, pero no deja de hacerlo, porque no hay Navidad sin chocolate”. Los alumnos ríen.
Además de la comida, la celebración del nacimiento del Niño Jesús convoca festejos diferentes. El estudiante natal de Loja habla de dos personajes desconocidos para sus compañeros. Se trata de Markantaita (padrino) y markanmama (madrina), quienes en su papel de priostes organizan y dirigen la fiesta, que se caracteriza por un colorido desfile en el que participa toda la comunidad.
En la sala social de la residencia ubicada en el sector Quitumbe, las chicas se divierten jugando un partido de futbolín. Foto: Paúl Rivas/ EL COMERCIO
Palumba, la alumna de Zumbahua, también está en la clase y lo escucha con atención. Ella agrega que a diferencia del pueblo Saraguro, en su comunidad los priostes no tienen un nombre específico, pero se disfrazan de animales y salen a la calle a desfilar. Lo hacen al son de un tambor y de un instrumento de viento: la quena.
En el Municipio de Saraguro, Loja, el 34,81% de la población es indígena. El Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC) en su libro ‘Memoria oral del pueblo Saraguro’, señala que hasta la actualidad las tradiciones se mantienen como un hecho colectivo que se replica en las nuevas generaciones.
Un ejemplo de ello es Sarango, quien espera con ansias el feriado de los últimos días de diciembre para llegar a su comunidad y disfrazarse de oso, diáblico, tigre o león, personajes conocidos como juguetes que esperan el nacimiento de Jesús. “Se busca mostrar que en esa fecha, los animales silvestres dejan las montañas y el campo para unirse al festejo”, comenta el estudiante.
Palumba, en cambio, anhela la mañana del 25 de diciembre. Ese día, todos los hijos piden la bendición a sus padres y visitan a sus abuelos con el mismo fin.
La clase termina y es hora de ir a casa. Sarango se dirige a una extensión de la residencia universitaria que se ubica en el barrio La Tola, en el centro de la urbe. Él es el único indígena de los ocho residentes.
Más al sur, en el sector Quitumbe, hay otro edificio que la comunidad salesiana creó hace cuatro años para que los jóvenes que vienen de las comunidades indígenas de todo el país también lo usen. Ahí, en cambio, viven 24 alumnos.
En su habitación, en el sur de la ciudad, Nancy Cuchiparte y su compañera se alistan para salir hacia la universidad. Foto: Paúl Rivas/ EL COMERCIO
Una de ellas es Gilma Cayapa, ella es shuar y cursa el tercer semestre de Psicología.
Para la joven, de 22 años, el cambio cultural al llegar a la ciudad fue “difícil de asimilar”.
Empezando por las complicaciones para movilizarse, pues todos los chicos concuerdan que Quito es demasiado grande a comparación de sus localidades. Hay un tráfico al que no están acostumbrados e infinidad de líneas de buses.
De los 24, ocho se perdieron camino a la universidad o de regreso, al menos en una ocasión. Esto lo recuerdan mientras realizan sus deberes en la sala de cómputo que hay en el lugar.
Ana Rosa Vásconez es quien hace de “segunda mamá”. Ella administra la residencia desde su inauguración, conoce los nombres, gustos, miedos e inquietudes de los jóvenes. Es la consejera de cabecera.
Después de sus labores académicas se reúnen en la sala comunal. Ahí disfrutan de un partido de futbolín o una partida de billar. Ahí, los estudiantes se divierten y comparten sus experiencias del día de clase.
El padre Marcelo Farfán, quien se encarga de la extensión de la residencia de La Tola, explica que el objetivo de crear un centro de hospedaje para alumnos de pueblos indígenas es ampliar la cobertura de educación superior en esas localidades.
“Es muy difícil que la universidad vaya hasta los pueblos de la Amazonía, en las que el acceso aún es complicado. La opción fue becar estudiantes a través de las misiones salesianas para que obtengan un título de pregrado”. Se cubre sus estudios, vivienda, comida.