Los colegas de trabajo son las personas en las que más confía el latinoamericano. Foto: Archivo / EL COMERCIO
Ecuador ocupa el sexto puesto de los países que menos confía en el otro, entre 60 que participaron en el proyecto global de investigación World Values Survey (Encuesta Mundial de Valores 2010-2014)
En el primer lugar del índice de menor confianza interpersonal están Filipinas y Trinidad y Tobago, con apenas 3,2%, seguidos por Colombia, con 4,1%, Ghana, con 5% y Brasil (7,1%). Luego de Ecuador y entre los 10 se ubican Chipre (7,5%), Rumania (7,7%), Zimbabue (8,3%) y Perú (8,4%). Como se puede comprobar, cinco de los 10 pertenecen a América Latina y el Caribe.
Mientras que Holanda (66,1%) encabeza a los países con mayor confianza con el otro. Le siguen China (60,3%), Suecia (60,1%), Nueva Zelanda (55,3%), Australia (51,4%), Hong Kong (48%), Alemania (44,6%), Estonia (39%), Yemen (38,5%) y Kazajistán (38,3%).
En el caso de continentes, Oceanía es en el que las personas se sienten más seguras con sus congéneres. En promedio, el 53,3% considera que se puede confiar en la mayoría de la gente.
En segundo lugar está Norteamérica (Estados Unidos y Canadá), con 34,8 %. Siguen Europa, con 26,9%; Asia, con 26%; América Latina, con 17%; y África, con 14,5%.
Una región de desconfiados
“La confianza entre una persona y otra se basa en la creencia de que existen reglas comunes iguales para todos que son respetadas, incluso cuando nadie está mirando. En América Latina las cosas no funcionan así. Aquí cuando nadie está mirando las reglas cambian. Un automóvil o un peatón cruzan con luz roja si no hay nadie en el cruce, (…) la gente se hace la enferma para no ir a trabajar, no pagan todo el boleto del transporte público, usan subsidios estatales cuando no les corresponde”, sostiene Latinobarómetro en su informe “La confianza en América Latina 1995-2015“.
“Se trata de una cultura donde las reglas se tuercen para sacar el mejor provecho personal. No siempre se puede esperar que todos se comporten de acuerdo a las reglas y de la misma manera. La confianza en el otro es relativa, depende…”, agrega.
La falta de seguridad en los otros no es un fenómeno nuevo en América Latina y el Caribe. Desde 1996, cuando se comenzó a medir esta variable, oscila entre 16 y el 23%. Nunca estuvo por encima de ese nivel.
Resulta muy ilustrativo ver las respuestas de los encuestados cuando se les pregunta cuánto confían en un tipo específico de individuo, según el rol que ocupa en su vida. Así se descubre que en algunos se confía mucho más que en otros. Arriba de todo están los colegas de trabajo, que alcanzan un 70%. Luego vienen los vecinos (63%), los estudiantes (62%), los pobres (60%) y los connacionales o compatriotas (59%).
Bastante más abajo aparecen los indígenas y los familiares —una de las sorpresas—, con 45%. Todavía más sospechas hay con los funcionarios municipales (33%), con los familiares lejanos (31%), con los extranjeros (28%) y, por último, con los telefonistas de una central (22%), algo comprensible para cualquiera que haya tenido que resolver un problema administrativo por vía telefónica.
En un primer análisis, se encuentra algo lógico y esperable: se confía más en la gente más cercana, con la que se comparte el día a día. Es el caso de los compañeros de trabajo y los vecinos. También en lo que respecta a los connacionales: si bien todos pueden ser compatriotas, cuando el encuestador introduce la pregunta, el entrevistado responde en obvia oposición al extranjero, siempre más desconocido y lejano. La excepción en este punto serían los familiares, y las causas de esto merecen ser estudiadas.
En el caso de los estudiantes y los pobres, es muy probable que intervenga una toma de posición paternalista. Por la juventud en un caso, y por la falta de recursos en el otro, son vistos como vulnerables, y por ende, inofensivos.
Por el contrario, las máximas sospechas recaen sobre aquellos que tienen ciertas responsabilidades, y de los que se esperan respuestas —que habitualmente no aparecen—. Los ejemplos paradigmáticos son los funcionarios de la administración pública y los operadores de las centrales telefónicas.
“Tiene mucho que ver con el estado de desarrollo de las sociedades latinoamericanas. Todavía basan las relaciones interpersonales en lazos muy tradicionales, de cercanía, pero no en vínculos de carácter institucional. También se relaciona con la historia de la región, expuesta a crisis constantes durante mucho tiempo, lo que también dificulta avanzar en vínculos de más largo plazo. Por eso hay desconfianza hacia los desconocidos. Es algo que termina repercutiendo en el funcionamiento de la sociedad”, explicó a Infobae el politólogo Pablo Valenzuela, investigador principal de la corporación Latinobarómetro.
Uno de los efectos más claros y nocivos de este fenómeno, que a su vez contribuye a potenciar, es la corrupción generalizada en todos los estratos sociales. “La desconfianza en el funcionamiento de las instituciones —continuó— hace que las personas tiendan a buscar caminos alternativos para llegar a ciertos objetivos. Por ejemplo, es común que para sacar un permiso municipal, en lugar de seguir el conducto regular, se le pase plata por debajo de la mesa al funcionario encargado. Es que no se confía en que la institución del Estado funcione”.
Otro aspecto de las sociedades latinoamericanas que se conecta con éste es la desigualdad. “Los estratos sociales más bajos tienen muchas más dificultades que los medios y altos para acceder a ciertos servicios esenciales, lo que termina acrecentando esa mirada de desconfianza”, dijo Valenzuela.
Corrupción y desigualdad forman un cóctel fatal para los lazos de solidaridad en un país. Hacen que todo aquel que está en una posición económica y social de privilegio sea siempre sospechado de haber llegado a ese lugar de manera ilegítima, no por sus méritos o esfuerzo.
“Habría que decirlo abiertamente, que lo que se puede anticipar es que la gente intente a toda costa disminuir la desigualdad pasando por encima de todas las reglas si es necesario. Es decir, lo contrario de lo que se requiere para confiar (…) Para poder anticipar el comportamiento del ‘otro’, sin duda que es necesario que todos tengan las mismas reglas, pero por sobre todo, que los derechos y las obligaciones de cada cual sean iguales y valgan lo mismo para todos”, sostiene el informe de Latinobarómetro.
El efecto de esta realidad es altamente nocivo. Acrecienta las distancias entre las personas, desalienta la cultura del trabajo y crea las condiciones para que la más pequeña chispa desate un conflicto.
“Mucho más grave que la desigualdad económica es la sensación de desigualdad ante la ley, la percepción de que a la hora de enfrentar a la justicia lo determinante es si la persona tiene dinero o es hijo alguien importante”, dijo el politólogo. Así, es imposible que los ciudadanos le encuentren sentido a respetar la ley y a los otros, lo que deteriora la convivencia cada vez más.