‘Territorio’, de Alexandra Cuesta, construye una experiencia entre geografías reales e imaginarias. Foto: https://festivaledoc.org
Lo que no se documenta no existe; incluso para saber qué tan bien o mal estamos. Cada año, la edición de los Encuentros del Otro Cine (EDOC) vuelve la mirada hacia las distintas maneras en que lo ecuatoriano se representa en el audiovisual documental, trasgrediendo -sí- ese concepto decimonónico de nación, a través de lo experimental y desde visiones, cada vez, más personales sobre el mundo y la construcción de la memoria.
El mismo festival se ha encargado de posicionar y mantener una categoría reveladora de las perspectivas sobre el país, su historia, sus habitantes -sujetos-, sus territorios (o mapas), sus relaciones, sus significados y su identidad/alteridad. ‘Cómo nos ven, cómo nos vemos’, se titula tal sección.
Con los filmes de esa programación, se ha expuesto que la imagen creada por nuestros realizadores da cuenta de una unidad cultural hecha de muchas singularidades. También se ha estimulado a observar la heterogénea realidad ecuatoriana desde formas distintas de pensar y sentir.
El público lo reconoce, fiel a los EDOC (18 000 espectadores en el 2015); aunque en términos generales solo el 13% de la audiencia ecuatoriana escoja el documental por sobre otros géneros (Marketing Consulting, 2015). Acción, comedia y terror ocupan los primeros lugares de preferencia entre un público educado con el estándar de Hollywood.
Las cifras apuntan que ‘Con mi corazón en Yambo’ y ‘La muerte de Jaime Roldós’ han sido de los filmes de producción nacional más ‘taquilleros’ -cuesta soltar tal calificativo en medio de una no industria- de los últimos años.
Y los festivales también miden el recorrido y el aplauso de los documentales por la región o el planeta (aunque los laureles en los carteles sean estrategia en duda). ‘Abuelos’, ‘Carlitos’, ‘El grill de César’, ‘Comuna Engabao’, ‘AVC’ y otros se mostraron en ese circuito; algunos también saltaron a las salas comerciales y alternativas.
Pero más que el número, puede el ‘feeling’: es la aventura de una semana con los EDOC la que empuja a decir que hay cariño y fascinación por el cine de lo real. ‘Territorio’ y ‘Persistencia’, ‘Sueños hipotecados’ y ‘Mi tía Toty’, ‘La carga’ y ‘El tren deja dos pueblos’, ‘El reloj de Velasco Ibarra’ y ‘El mural’, ‘El Cóndor pasa’ y ‘Dreamtown’ son los títulos que nos llegaron este año.
Ahora, ese desarrollo del cine de lo real -se diría- obedece más que a una tradición a una vocación. Vocación cambiante en sus formas, claro está; aunque nunca alejada de esa premisa de que “el propio invento de la tecnología cinematográfica nace estimulado por la necesidad de aproximación y apropiación de la imagen del otro”,como escribe Christian León en ‘Reinventado al otro’, libro clave para revisar el documental ecuatoriano, sobre todo, aquel de la mirada etnográfica e indigenista.
Sucede que lo etnográfico marcó el inició de la aventura documentalista en el país, quizá como un registro puramente científico, pero que buscaba ese tratamiento creativo de la actualidad que supone el género.
‘Los invencibles shuaras del Alto Amazonas’ y la aventura fílmica de Rolf Bloomberg (tan bien recogida en el telefilme ‘El secreto de la luz’) dan pruebas de aquello que luego se bifurcó (¿desvirtuó?) con el retrato indigenista, donde los hieleros y la serranía parecían englobar el drama de un país confundido.
Ahora, ciertamente, el documental funciona como una pieza de convicción para el proceso de la historia: en la relación entre representación cinematográfica y una realidad histórica preexistente, consigue una constatación material de la existencia de sujetos, espacios y acciones. Quizá ahí repose la importancia, durante los últimos años, del documental de memoria social, donde el autor es el sujeto que interpela a la historia.
Esa mayor presencia del autor y sus perspectivas sobre la realidad hablan de la autorreferencialidad como parte del cine documental en el país. Mediante la verdad emocional se comprende la empatía del público.
Además de demostrar honestidad y definir la postura del autor, que los realizadores -encima de la mirada- pongan el cuerpo o la voz frente a la cámara y en el relato conjuga valores universales e historias personales. Darío Aguirre, María Fernanda Restrepo, Carla Valencia, Mauricio Samaniego, León Felipe Troya… son parte de la realidad que narran.
La otra parte, tal vez la más distante, llega al filme documental desde los archivos -audiovisual, sonoro, fotográfico, judicial, público, privado, familiar, local o extranjero-.
Con ellos, el documentalista crea un discurso para reinterpretar la historia oficial (el olvido es mecánica del poder y del control sobre la sociedad), y traza otras líneas de aproximación hacia un hecho otrora meramente informativo o anecdótico; activa la memoria con un registro estético. Ahora, el hambre de realización se convierte en curiosidad y en riesgo.
Ya tenemos mockumentary, uno -además- que se probó en las plataformas de la Web, ‘El secreto en la caja’ (de Javier Izquierdo), con el cual la máscara de simulación devino en rostro de un país cuestionado en su calidad de olvidadizo e imaginario.
Sí, se ha recorrido harto trecho desde ‘Los funerales del general Alfaro’ (1921). No hay presupuesto (al menos ya no con los ceros de la bonanza), pero hay maduración y sed de más…
Y con esa ansia, transmutada más de una vez en cinematografía artesanal, está la solución ante un audiovisual televisivo que se regocija en la comedia facilonga para cumplir cuotas de producción, aún siendo la pantalla de TV, el medio ideal para la difusión del documental.