Imagen de una protesta, llevada a cabo en Londres el pasado 2 de septiembre contra la crueldad animal. Foto: AFP
Entre las muchas batallas que se libran actualmente en el mundo, la que impulsan los veganos no es menor, aunque ellos aún sean minoría. Nuestras refrigeradoras, cocinas y mesas de comedor conforman el territorio en el que, sin mucho aspaviento, se viven los episodios iniciales de la posible sustitución de un sistema de valores; es decir, de una forma de hegemonía: la antropocentrista.
Es obvio que no estamos discutiendo acerca de si preferimos comer kale, amaranto, quinua y el ejército de alimentos hiper-ultra-recontra saludables o jamón serrano, helados de pura crema o un queso manchego. Ni que el dilema real sea comprarse o no una chompa de cuero soñada o un par de guantes de lana para aguantar el frío.
O bueno, sí estamos discutiendo estas opciones que los ‘mandamientos’ veganos han puesto en la agenda pública. Pero tampoco estamos hablando solo de eso. Lo medular de esta discusión es si los humanos seguiremos habitando el planeta como una especie que reina sobre las demás, a las que adicionalmente consideramos y (mal)tratamos como inferiores. Esta es la pregunta que los veganos están planteando y es pertinente, pero no tiene una respuesta fácil ni única.
Este escenario, de por sí complejo, se complica aún más por el tono de superioridad moral y evangelizador con el que frecuentemente es planteada la pregunta. Entonces los omnívoros se sienten acusados, prenden las alarmas y ya no quieren saber nada de kales, amarantos ni ropa sintética. Aquí entra en escena el símil bélico, que presupone que una opción debe anular a la otra. Por suerte, son muchísimos los que creen, y se ubican, en un punto medio; una especie de ‘no man’s land’ culinario.
Sin embargo, esa enorme cantidad de personas es silenciosa y el activismo vegano es ruidoso y cada vez más poderoso. En Estados Unidos, según de Latest Vegan News, en abril del 2015 se estableció el Vegan Trade Council como un grupo de lobby vegano que trabaja en Washington para abogar por los intereses de las compañías que se clasifican como ‘cruelty free’, que no utilizan métodos que ocasionan sufrimiento a los animales.
No son los únicos, también existe la Plant Based Food Association que, igualmente, está ubicada en la capital estadounidense para pelear codo a codo con los poderosos grupos de lobby de las industrias de lácteos y de todo tipo de productos cárnicos.
Así, la agenda vegana se ha ido posicionando y ya serán pocos los países en los que actualmente no haya una nutrida o una leve oleada vegana, que abogue por la prohibición del sufrimiento animal en las granjas y otros espacios en los que los animales sirven para producir comida o ropa. Es difícil quitarles razón, porque ¿quién quiere causar sufrimiento a otro ser vivo?
Sin embargo, cumplir a rajatabla con las demandas veganas en algunos aspectos implicaría irse en contra de la propia especie. Un comportamiento que no está programado en nuestra genética y que contradice al instinto de conservación; al menos mientras no nos convirtamos en cyborgs.
Según un estudio llevado a cabo en 2009 por la Agencia de Análisis Ambiental de Holanda, un mundo completamente vegano contribuiría a una disminución significativa, para el año 2050, de la emisión de dióxido de carbono: 17%; de gas metano: 24%; de óxido nitroso: 21%. Si esta utopía vegana fuera posible, según el estudio, sería más fácil lograr la disminución de los gases de efecto invernadero que con los planes enfocados únicamente en la reducción a través de los recortes en la producción energética, los impuestos a la emisión de carbono y la generación de tecnología que utilice energía renovable.
Suena deseable. El problema es que a la par el impacto en la economía mundial sería enorme. Y, como siempre, los que más sufrirían son los más vulnerables. De acuerdo a una nota de Slate, del 2014, la eliminación total de la crianza de ganado y de la industria láctea y cárnica, afectaría a 1 300 millones de personas, 987 millones de las cuales son pobres.
Buenas intenciones y efectos secundarios aparte, el veganismo y su propuesta están cada vez más presentes y pretenden llegar a convencer al mundo entero; algo que no estaba en los planes de los vegetarianos británicos que formaron la primera asociación de estas características en Inglaterra en 1847; ni en los de los vegetarianos estadounidenses que se asociaron tres años después, liderados por Sylvester Graham, un pastor presbiteriano que promovía una vida virtuosa sobre los pilares del vegetarianismo, la templanza, la abstinencia sexual y el baño frecuente, según una breve historia del veganismo y sus raísces publicada en la revista Time en el 2008 a propósito del día del veganismo que se celebra cada 1 de noviembre.
En noviembre de 1944, el británico Donald Watson llevó al vegetarianismo un paso adelante y decidió eliminar de su dieta vegetariana también los lácteos y los huevos y llamarla dieta vegana.
Según una nota del 2016 de The Guardian, el crecimiento de los veganos en el Reino Unido es notorio: del 350%. Son aún minoría, pero pasaron de ser 150 000 en el 2006 a 542 000 en el 2016. Y la tendencia se mantiene entre los adolescentes.
Francia también es territorio vegano y a algunos les preocupa. Como queda en evidencia en un artículo publicado en agosto pasado en Le Monde, hay quienes piensan que se están enfrentando al nacimiento de una “revolución del paladar”, que no se trata solo de qué comerán sino de qué van a ser como sociedad. Es decir, sobre qué valores y prioridades empezarán a construirse e identificarse como colectividad.