No hay discusión. La tecnología es uno de los puntales de la civilización actual. Y crece en forma exponencial.
Entre sus últimos aportes están los que se han bautizado como ‘edificios inteligentes’, que son producto de la aplicación de la biometría en su construcción.
Aunque parece un término de última data, la biometría aplicada a las edificaciones no es algo nuevo. Muchas empresas la han implementado para optimizar sus procesos y controles desde hace tiempo.
Claro que en ese tiempo eran más simples pero servía, por ejemplo, para controlar el acceso de los trabajadores, las horas de entrada y salida, el acceso a los almuerzos en los restaurantes corporativos y hasta el registro de las visitas o los permisos laborales. Las tarjetas magnéticas para ingresar o salir son un ejemplo.
Ahora, la biometría se ha disparado. A algunos edificios ‘solo les falta hablar’, como comenta con su clásica ironía y chispa la gente común.
Cada vez son más los edificios que incorporan, por ejemplo, la ultrainteligente tecnología SOP (Smart Office Plataform). Con esta, el edificio está completamente conectado a redes inalámbricas ‘wireless’ y todos sus procesos se vigilan por sistemas de identificación biométrica para accesos controlados, verificación de identidad y chequeos de asistencia.
La razón para emplear este sistema -y otros igual de costosos- es una sola y de mucho peso: la inseguridad que aumenta, asimismo, en proporción geométrica.
Todos estos adelantos son necesarios. No obstante, me queda una duda. Si sucede un sismo de gran magnitud, ¿cómo evacuamos? Con tanto movimiento, hasta colocar bien la tarjeta en el dispositivo de lectura ya puede ser tarde. ¿O no?