Las ciudades, como los seres humanos, también siguen un ciclo parecido al de nacer, crecer, desarrollarse y morir; con una excepción: pueden salvarse de la muerte si se transforman y se adaptan al paso de los tiempos.
Quito es un ejemplo de eso; no siempre para bien. En los años 60 del pasado siglo se subió al tren de la modernidad y empezó a ocultar su membrete de franciscana.
Su destino fue el norte, como lo había planificado el uruguayo James Odriozola, quien puso a punto el primer plan maestro con esa injusta división: en el norte la ciudad jardín; en el sur la ciudad obrera.
El centro se desplazó hacia esa zona.
Primero se asentó en los alrededores de La Alameda, donde se levantaron varias edificaciones importantes como el Banco Central y de Fomento, la Contraloría, los palacios de Justicia y Legislativo, entre otros.
Luego le tocó el turno a La Mariscal , donde se fraguó la nueva centralidad y se levantaron edificaciones como el Hotel Colón, Cofiec, la Corporación Financiera Nacional…
Cuando La Mariscal quedó chiquita, el entorno del ‘nuevo’ parque de La Carolina ofreció el escenario perfecto para que se asentara el Quito contemporáneo de mayor caché.
Y hasta allá llegaron los desarrollistas de edificios de vivienda y oficinas de alta gama.
Y La Carolina se convirtió en el lugar más caro y exclusivo de la capital. Hoy mismo, un m² de construcción se valora hasta en USD 1 800.
Lastimosamente, este continuo desplazamiento fue errático y dejó una estela de deterioro urbano.
Basta darse una vueltita por los alrededores de La Alameda para ver que están llenos de ‘hostales’ y restaurantes de medio pelo; o por La Mariscal, convertida en la zona más desordenada, conflictiva y peligrosa de la capital.