Una mujer llora en la plaza Bolívar de Bogotá, durante la celebración del acuerdo de paz. Foto: AFP
La certeza adquirida por las FARC -tras la férrea ofensiva mantenida por el Ejército durante el gobierno de Álvaro Uribe- de que nunca alcanzarían a tomar el poder por la vía de las armas, así como el convencimiento del Ejército de Colombia de que tardaría otros 15 años en derrotar a la combativa guerrilla, mantuvo a las delegaciones sentadas en la mesa de negociación en La Habana por casi cuatro años.
La negociación no fue fácil y los negociadores estuvieron varias veces a punto de la ruptura. Sin embargo, si hay algo más difícil que haberla culminado, es el efectivo cumplimiento de lo acordado en el documento de 297 páginas, el cual entraña no solo la entrega de armas, la desmovilización de las FARC y su ingreso a la política como movimiento civil, sino el desafío de cumplir la compleja agenda pactada en un país donde el Estado y las mismas fuerzas de seguridad están ausentes en buena parte del territorio y para la tercera parte de la población de Colombia.
Así, para empezar las cuentas, al no haber una fuerza militar suficiente para controlar esos territorios, el retiro de las FARC de los 242 municipios donde tienen presencia deparará la muy probable ocupación de esos territorios por la guerrilla del ELN o por las bandas criminales. De hecho, de acuerdo con la denuncia planteada por el Fiscal General de Colombia al Congreso, el 19 de septiembre pasado, “los territorios donde estaban las FARC están siendo copados por otros grupos guerrilleros y por los narcotraficantes”.
El aliciente mayor para la expansión de los grupos ilegales es el hecho que, de las 14 regiones en que tienen presencia las FARC, 11 tienen economías ilegales, en un momento en que la producción de coca ha subido de 47 000 a 200 000 hectáreas.
La consecuencia inmediata, si el ELN ocupa algunas de las antiguas zonas de influencia de las FARC, podría ser que esta guerrilla fortalecida, económica y militarmente, al captar incluso eventuales desertores de las FARC, sería más dura en una negociación o daría largas al inicio de un proceso de paz; mientras que, si las bandas criminales toman estos territorios, expandirían su actividad delictiva más allá de la cuarta parte de municipios de Colombia, donde tienen presencia.
Después de este complejo panorama de entrada, está el cumplimiento efectivo del extenso compromiso asumido por las partes y este, más allá de la aplicación de la justicia transicional para los criminales, tiene medidas que resultan trascendentales para consolidar la paz en el país, a través de la superación de las tres causas más importantes que determinaron tanto el inicio como la continuidad del conflicto armado, como son: el monopolio excluyente del poder por parte de élites políticas clientelistas; la inequidad y la dramática pobreza en el campo, que ha llevado a Colombia a tener un índice Gini para el área rural del 0,88 –uno de los peores en el mundo–, y el narcotráfico, que con sus USD 5 000 a 7 000 millones anuales de ingreso,
es generador de enormes recursos financieros para los grupos ilegales.
En los acuerdos, en contrapartida a esta problemática, se establece una apertura democrática que viabilice la formación y continuidad de movimientos políticos alternativos. Se contempla la realización, por primera vez en Colombia, de una importante reforma agraria que beneficiaría a millones de campesinos pobres. Se prevé la adopción de una política de lucha contra el narcotráfico, a partir de un consenso con los campesinos productores para sustituir los cultivos de coca y marihuana por el cultivo de productos agrícolas, amparados por el Estado; además de garantizar la atención a las 8 millones de víctimas del conflicto, entre las que están los desplazados que perdieron todas sus propiedades.
Si semejante acuerdo, muy beneficioso para los campesinos pobres, llega a buen puerto, los líderes de las FARC, inmersos ya en la lid democrática, buscarán el rédito político de haber alcanzado esa concesión del Estado, tratando de crear para sí un importante electorado cautivo. Así lo deja entrever en uno de sus apartados el documento analizado por las FARC, en su reciente Congreso. Ese es el costo natural del giro de la guerrilla hacia la política electoral, decisión que queda afirmada en el mismo documento, en el cual la guerrilla da cuenta de su voluntad definitiva de llegar a un desarme total, tanto como la de mantener su ideología marxista-bolivariana.
Sin embargo, la compleja agenda pactada en condiciones de insuficiencia del Estado en el territorio determinará no solo la necesidad de adoptar una firme política estatal por al menos 16 años, sino el desembolso de ingentes recursos económicos, que ascenderían a los USD 75 000 millones, de acuerdo con el Departamento de Planeación. Cifra que, para una Colombia en crisis económica, resultará una verdadera cuesta arriba, máxime que el déficit fiscal actual es del 4% y la deuda externa asciende al 42% del PIB.
No sin razón, entre los guerrilleros rasos de las FARC entrevistados por la prensa internacional, está el temor -después del de “ser asesinados” al pasar a la vida civil- a que el Gobierno no cumpla lo acordado.
Tras la firma de la paz, la ratificación popular del Acuerdo y la adopción legislativa para garantizar su aplicabilidad, queda claro que, pese a los desafíos que este depara, ni el Estado ni la guerrilla pueden fallar en su cumplimiento, pues se abrirían las puertas a la continuidad de una violencia que se ha cobrado 400 000 vidas, desde que el enfrentamiento liberal-conservador se desatara en 1946.
*Doctor en Ciencias Internacionales, diplomático y analista de temas internacionales.