En el instante en el cual la música se volvía repetitiva, en ese preciso momento en el que el oído se había acostumbrado a una armonía que no pugnaba por nuevas sonoridades, apareció un poema sinfónico que vendría a remozar el ‘establishment’ de la música clásica, para apelar a aquella capacidad onírica y creativa que compone la esencia misma de la genialidad humana.
El ‘Preludio a la siesta de un fauno’ fue más que una simple composición del repertorio de Claude Debussy; esta obra, como ni siquiera lo logró la brillantez de Wagner, marcó el inicio de la modernidad en la música académica. En los libros de la historia de la música clásica nos hemos acostumbrado a repasar una y otra vez nombres como Schönberg, Stravinsky o Bartók como los precursores de lo que sería la modernidad en el ámbito musical.
Y a pesar de que no se puede desestimar el aporte que hizo Schönberg con el atonalismo o la ‘escenificación’ musical de Stravinsky, con Debussy nos ponemos frente a un artista que quiso abrirse más allá de los círculos europeos para crear música que se alimente de las sonoridades que provienen del folclor, para dar vida a partituras que nazcan de los encuentros y desencuentros entre el compositor y el mundo que lo rodea.
Es música universal, y su universalidad no solo radica en su fama, sino también en su capacidad de estrechar las manos con las ‘otras músicas’ y crear un solo cuerpo sonoro armonioso. Era un viajero de los sonidos, un hombre que alimentaba sus partituras con colores de España o Rusia. Y es que la música contemporánea le debe bastante a Debussy. Su devoción por la música romántica fue el elemento fundamental para que pueda sobrepasar sus barreras y proponer formas que escapasen de los paradigmas de finales del siglo XIX e inicios del XX.
Ya en sus obras juveniles se puede notar este interés por transgredir lo establecido para ampliar los horizontes musicales. Y sí, son los horizontes, porque aquí no podemos hablar sino de los varios caminos que tomaron sus composiciones. Muestra de ello es la ‘Sinfonía en Si menor’, de la cual solo escribió el Allegro, un signo que mostraba su falta de interés en seguir el canon clásico.
¿Pero en qué radica la genialidad de Debussy? Esa pregunta tal vez se la resuelva a través de la escucha de una de las piezas más destacadas de su repertorio: La Mer. En esta obra se puede apreciar a cabalidad ese interés que mantenía el compositor por combinar los mundos musical, onírico y real en una sola pieza que despierte a la audiencia del letargo sonoro al cual había sido condenada tras un siglo de luces, pero también de monotonía romántica.
En el ámbito meramente descriptivo, esta obra nos lleva a aquella vida de puertos, de barcos, de largos viajes a través de aguas bravas y mansas. Es como un zambullirse en esos instantes de completa serenidad a bordo de una embarcación, pero también un momento para aferrarse a las maderas de esos barcos que luchan por abrirse paso en medio de feroces tormentas que logran engañar hasta al más diestro capitán.
Pero no solo es eso. Sus vientos, percusión y cuerdas nos trasladan por los pasajes que se deberían atravesar para comprender que la obra de arte -más allá del perfeccionismo del Gesamtkunstwerk wagneriano– tiene que sacar a flote la intimidad del autor, sus sueños, sus miedos, sus esperanzas. En este punto, resulta imposible pasar por alto la influencia que tuvo Wagner. En sus años de formación musical, todo el mundo hablaba sobre el genio de Leipzig.
Y la construcción del Festival de Bayreuth solo asentó la fama que adquirieron sus monumentales puestas en escena. Es en este marco histórico en el cual Debussy tendría que aprender una de las más grandes lecciones que acompañarían a sus composiciones: la música es un arte total. Y como tal, el compositor es una persona rica en lecturas, en paisajes, en imágenes que, progresivamente, aparecen en sus obras. Un ejemplo son las Fêtes Galantes, piezas inspiradas en la poesía de Paul Verlaine entre las que está su ‘Claro de Luna’. A pesar de que llegó a asistir incluso a una de las óperas wagnerianas en Bayreuth, Debussy, como todo buen inconformista, debía alejarse de la barbarie alemana para abrazar su nacionalismo francés en un momento en el cual Europa empezaba a perfumarse con el olor de la guerra.
A pesar de sus desencuentros con Wagner y la música alemana, la relación con él nunca dejó de estar latente en sus obras. Además, el músico le impregnaría aquella necesidad de establecer relaciones con las artes, en especial con la poesía, la cual inspiraría varias de sus composiciones. Pero el hecho que plasma claramente esta ambigua relación entre ellos es ‘Pelléas et Mélisande’, la gran ópera del repertorio de Debussy.
Aquí no solo rescata lo mejor del Romanticismo, sino que abre las puertas hacia una música que no se interesa exclusivamente en describir una acción o perfilar a un personaje, sino que invita al espectador a sentarse frente al paisaje mismo, a sentir cómo fluye el arroyo, a caminar entre los pasadizos de un viejo castillo, a sentir cómo es ese triángulo amoroso entre Pelléas, Golaud y Mélisande.
Este es el universo interpretativo de Debussy, el genio francés que no se contentó con escribir música clásica; un hombre que transgredió los paradigmas de la composición para abrir nuevamente el oído del público. Para él, el mundo era un baúl lleno de sonidos, formas, imágenes, colores y demás que, a través de la partitura, encontraban una exposición armoniosa. Una visión que resumiría magníficamente en la frase: “La música comienza donde el habla es incapaz de expresar; la música está hecha para lo inexpresable”.