Una de las crónicas analiza a Roger Federer en la final del torneo de Wimbledon del 2006, en que derrotó a Rafael Nadal. Foto: AFP
En septiembre del 2008, ya entrada la noche, la chica regresa de su trabajo a su casa. Prefiere caminar, el invierno aún no ha llegado y la tranquilidad con que la gente se pasea por las calles resulta sospechosa, como si fueran parte de una coreografía perfectamente orquestada.
La chica sostiene entre sus manos una funda de papel: pan, rebanadas de jamón y queso, leche, algunos vegetales verdes y rojos. Aunque lo duda un poco, la chica decide que no tiene ganas de preparar nada, así que tendrá que convencer a su chico de llamar para pedir pizza o comida china.
La chica entra a la casa gritando, ¡David!, pero sigue hasta la cocina y deja las compras en una mesa. Vuelve a gritar, ¡David! Recorre la casa mientras sigue gritando, ¡David! ¡David! ¡David! No hay respuesta: solo silencio. La chica levanta la mirada y ve algo que no había visto ni cuando entró a la cocina ni cuando recorrió casa. Es él, David Foster Wallace, colgado de una viga, ahorcado, muerto.
Alguien tenía que haberlo sabido: cuando murió tenía 46 años y 30 de esos años los había pasado combatiendo una depresión crónica, de esas que te paralizan y te consumen tanta energía que en un momento no puedes ni salir de la cama para lavarte los dientes.
Una vez lo vi en el programa de entrevistas de Charlie Rose y, aunque estuvo brillante, inteligente, vulnerable, frágil y hasta transparente, tenía la postura de alguien que se está dejando ir. Parecía que no se hubiera bañado en por lo menos una semana, llevaba una corbata ridícula como las que usan los niños en las escuelas fiscales, y su clásica bandana desde la mitad de la frente hacia atrás (ahora que lo pienso, era como ver a un gitano que viaja solo en su propia caravana).
Alguna vez escuché o leí que usaba la bandana porque creía que su cerebro podía explotar en cualquier momento. Y su voz, como un suspiro al que dan ganas de subirle el volumen. Y sus ojos, caídos, perezosos, como si estuvieran hartos de ver lo que ven todos los días.
David Foster Wallace publicó su primera novela, ‘La escoba del sistema’, en 1987, y los críticos saltaron de sus sillas y lo aplaudieron de pie y luego se pusieron a bailar de cabeza: su debut literario fue espléndido, uno de los más destacados en la historia.
Después de todo ese éxito que casi se lo lleva por delante, David Foster Wallace empezó a escribir un nuevo libro, pero se demoró varios años más de lo esperado por la editorial y, para calmar a sus editores, empezó a enviarles capítulos que él creía ya listos (con una condición: que los quemaran después de leerlos).
‘La broma infinita’, la segunda novela de David Foster Wallace, apareció en 1996 y ahí sí todos los críticos y todos los lectores y todos los expertos y todos los aficionados tuvieron que arrodillarse al mismo tiempo para rezar por el milagro. ‘La broma infinita’, que dicho sea de paso tiene más de mil páginas y cien notas al pie, cayó como una bomba para destrozar todo lo que había existido antes de ella.
David Foster Wallace se convirtió en algo así como una celebridad alternativa. Y, tomando en cuenta el grosor de su libro, yo diría que activó una o dos generaciones de lectores, como, guardando las distancias, lo hizo JK Rowling con Harry Potter.
Quizá por eso, porque se cansó del exhibicionismo, se retiró a vivir en una ciudad pequeña, a dar clases en una universidad pequeña y sin el menor prestigio. Pero nada de esto funcionó. Se sabe que los problemas vienen con nosotros donde vayamos, así que de poco o nada sirve perderse en un bosque encantado (los problemas, además, se van haciendo más pequeños cuando nos acercamos a ellos).
David Foster Wallace trató de hacerlo, de huir, de correr, de zafar, pero al final solo firmó de puño y letra su muerte: digamos que fue el autor de su propia final.
Alrededor de la muerte del escritor también corre otra leyenda: podía tomar sus antidepresivos y estar feliz todo el día, acaso sin la urgencia de escribir; o no tomarlas y volverse un poco más loco con cada letra. Ya sabemos qué pasó.
Poco después de su muerte, como de costumbre, empezaron a salir libros póstumos y uno de esos es ‘El tenis como experiencia religiosa’, de poco más de cien páginas, que contiene dos crónicas que disecan el juego hasta volverlo partículas atómicas y luego reconstruirlo en el planeta David Foster Wallace, un lugar al que hay que volver cada tanto para no perder la costumbre.
Y hay que volver, insisto, para leer cosas como esta: …cansado de esa forma en que solo se cansan las democracias. O esto: …esa combinación neoyorquina única de meditación y depresión clínica, claramente infelices pero sin quejarse para nada. O esto: con lo que tiene que ver en realidad es la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo. O esto: por razones que resultan difíciles de entender, a muchos de nosotros los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los del amor.
Estas son las palabras de alguien que, antes de hacerse escritor, quiso ser tenista. Durante su niñez y adolescencia, David Foster Walles se entrenaba como un loco, viajaba a otras ciudades y ganaba campeonatos, avanzaba y todos en su familia esperaban verlo algún día sosteniendo una copa entre las manos, con los brazos levantados.
Pero ese día nunca llegó: David Foster Wallace decidió, muy a conciencia, que jamás podría ser el mejor tenista del mundo, no tenía el físico adecuado ni el empeño para cumplir con los entrenamientos, entonces, no tenía caso. A ese pequeño giro del destino, que suele dejarnos al revés, le debemos que David Foster Wallace exista como escritor, y que sea el mejor, aquí sí el campeón, para hablar del tema.
Leí ‘El tenis como experiencia religiosa’ porque era, mal que mal, un libro de David Foster Wallace (y uno tiene sus fetiches). Y nada, no me dieron ganas de salir al parque a jugar tenis ni nada por el estilo, pero quedé golpeado.
Algo me pasó. ¿Podré yo, algún día, escribir sobre cualquier cosa con la obsesión que David Foster Wallace tiene por el tenis?, ¿diseccionarlo de tal manera que cada parte tenga vida propia?, ¿ver las cosas como las ve él, desde arriba, en plano cenital? David Foster Wallace le da sentido y valor y significado a cada detalle: en sus manos, todo es cuestión de vida o muerte. Solo hay que pensar, dice David Foster Wallace, aprender a pensar.