La antigua cárcel de Ushuaia (Argentina) recibió a algunos de los delincuentes más peligrosos para que cumplan sus condenas. Foto: EFE.
Hubo un tiempo en que en Argentina se enviaba a los delincuentes más peligrosos a cumplir condena al fin del mundo. De la cárcel de Ushuaia, la ciudad más austral del planeta, muchos lograban escapar, pero el frío y el aislamiento hacían de esa breve libertad la mayor de las prisiones.
Entrar hoy al que fue, entre 1902 y 1947, el penal más temido del país, ya no conlleva portar grilletes de hierro ni vestir pijama a rayas, pero inevitable es sentir el halo de misterio y zozobra que aún desprende este inhóspito lugar.
“La máxima seguridad no la daban las puertas o las rejas. De hecho, no existía un muro que separaba el presidio del pueblo. Estamos adentro de una isla. No había forma de irse. Todo lo que entraba y salía era vía marítima”, cuenta Fernanda Fuentes, una de las guías del museo en que se ha convertido la vieja prisión.
A unos 1 000 kilómetros de la Antártida, y en la isla de Tierra del Fuego, compartida por Argentina y Chile, en 1902 comenzó la construcción del presidio, realizada por los propios internos y que se alargó hasta 1920.
El centro sustituía a la cárcel militar que desde fines del siglo XIX funcionaba en la cercana Isla de los Estados. Las aún peores condiciones climáticas de esa zona llevaron a trasladarla a Ushuaia, un frío territorio prácticamente virgen, rodeado de mar y montañas y lejos de la civilización.
La decisión del Estado de levantar presidios en sus confines no era otra que ejercer soberanía donde no había nadie.
“De la única manera que podían llegar a habitar este lugar era enviándolos para cumplir una condena. ¿Quién iba a querer venir a Ushuaia?”, remarca Fuentes.
En 1920, la cárcel contaba con cinco pabellones y 386 pequeñas celdas unipersonales de dos por dos metros, provistas de una pequeña ventana, aunque llegó a haber más de 600 internos.
Una de las 386 celdas unipersonales de la antigua cárcel de Ushuaia. Foto: EFE.
“A las 10:00 aclaraba y a las 15:00 era ya de noche. Lluvia, nieve, escarcha, viento, soledad y tristeza trágica llenaban todas nuestras sensaciones“, dejó escrito el diputado Néstor Aparicio, que en 1931 llegó a un penal que además de presos comunes recibió también detenidos políticos.
Entre los reos destacan el múltiple homicida Mateo Banks; el joven asesino en serie Cayetano Santos Godino, apodado ‘el petiso orejudo’, y un anarquista de origen ruso que en 1909 mató con una bomba al jefe de la Policía argentina, Ramón Falcón.
Precisamente Simón Radowitzky pasó a la historia por ser el único que logró escapar a Chile, aunque finalmente fue arrestado y enviado de vuelta.
“De acá mucha gente se fugaba, pero volvían porque se morían de hambre o frío. Si en unos días no volvían se los consideraba muertos“, afirma Fuentes.
Como todo mítico lugar, muchas son las leyendas que rodean a la cárcel del fin del mundo: ¿Fue Carlos Gardel uno de sus inquilinos? Una celda está dedicada a la supuesta estadía del zorzal criollo.
“Es creer o no creer. Dicen que Gardel estuvo acá. Muchos de los documentos se fueron perdiendo. También quedaron documentos de cartas que él recibía con sus iniciales. Se dice que estuvo por un delito leve“, indica Fernanda Fuentes.
Imagen de la celda en la que, se dice, estuvo recluido Carlos Gardel. Foto: EFE.
Lo cierto es que los fanáticos del cantante -cuya vida está plagada de misterios- aseguran que no hay pruebas de nada de eso.
Una vez llegaban al penal, los presos -la mayoría condenados de larga duración- se sometían a una férrea disciplina: muchos trabajaban fuera del edificio, en tareas como la explotación forestal en helados bosques a los que llegaban en tren.
“Se nos permite escribir a nuestros familiares de tarde en tarde, pero son contadas las cartas que se despachan y menos aún las que nos entregan. De esta manera nuestras familias, después de quejarse en vano de nuestro silencio, terminan por creernos disgustados u olvidados y nos abandonan”, dejó escrito otro preso.
Los reos también construyeron las calles y edificios de Ushuaia, hoy con unos 55 000 habitantes, y donde originalmente solo vivían, además de los reclusos, los funcionarios de la prisión y sus familias.
El principio del fin de la cárcel llegó en 1947, cuando el Gobierno de Juan Domingo Perón la cerró y la transfirió a la Armada, que la convirtió en Base Naval. “Para lavarnos habíamos de romper la capa de escarcha que cubría los depósitos. En el alma, una angustia constante”, escribió Néstor Aparicio.
“Vivían en precarias condiciones y se decía que querían reinsertarlos más a la sociedad. Una parte del pueblo decía que con la llegada de la Armada iba a llegar la civilización, la otra parte estaba triste porque los presos ayudaban mucho al pueblo”, destaca Fuentes.
Hoy, aquella prisión aloja los museos de Ushuaia. Solo un pabellón se conserva, a oscuras, tal cual quedó a mediados del siglo pasado. Testigo de la supervivencia humana en medio de la helada adversidad.