¿Para qué sirve la literatura? ¿No es acaso un mero placer prescindible? Frente a la visión romántica de muchos de sus colegas, el escritor mexicano Jorge Volpi se apoya en la neurociencia para responder con un rotundo “no”.
Y va más allá: reivindica el papel de la ficción como una herramienta clave en la evolución humana.
En su nuevo ensayo “Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción” (Alfaguara), el autor de “En busca de Klingsor” vuelve a unir ciencia y literatura para sumergirse en los mecanismos cerebrales que se asocian con la conciencia, la creación del “yo”, la memoria o la empatía, y cómo influye en ellos la lectura. “Creo que es muy lamentable que desde el siglo XVIII se haya acentuado la división entre la cultura humanística y la científica”, explica Volpi (Ciudad de México, 1968) en una entrevista con dpa en Madrid.
“Se ha perdido la idea de que saber de matemáticas es parte de ser culto, igual que conocer la literatura”. Y apunta que, en el fondo, no son más que maneras distintas y complementarias de aproximarse a la realidad, frente a la especialización imperante en nuestros días.
Curiosamente, de niño Volpi quiso ser físico, y recuerda cómo le influyó entonces la serie documental “Cosmos”, de Carl Sagan.
Después nació su vocación literaria, pero sigue pensando que los planes de estudio de los colegios deberían incluir una asignatura de “ciencia para filólogos o física para poetas”, porque el problema mayor al que se enfrentan los humanistas cuando intentan aproximarse a las ciencias es que les falta la herramienta de las matemáticas.
Sin embargo, lejos de catalogar la literatura como un “subproducto que surgió por casualidad”, Volpi sostiene que el hombre no habría gastado tanta energía en la ficción a lo largo de la historia “si ésta no tuviera una utilidad práctica en términos evolutivos”.
Así, el nacimiento de la ficción sería una adaptación desarrollada ya por el “homo sapiens” que, desde una perspectiva darwiniana, permitió la supervivencia del ser humano al dotarle de mecanismos para relacionarse con los demás y con su entorno.
Con un enfoque divulgativo y accesible, Volpi se adentra en el intrincado mundo de la neurociencia y presenta al escritor como “un científico que experimenta con otros seres humanos” a la hora de crear a sus personajes, proyectándose a sí mismo.
Por eso, opina que “las mejores novelas son aquellas autobiográficas, o en las que el autor abandona la proyección de sí mismo y logra que sus ‘neuronas espejo’ lo metan por completo en el personaje”. “Madame Bovary, c’est moi”, decía Gustave Flaubert sobre su creación más famosa. Y es que, “mal que nos pese”, todos somos ficciones, afirma Volpi. “Ficciones verdaderas de las que el ‘yo’ es nuestra mayor invención”.
Aunque, cuidado, no se trata de que todo sea falso: “La realidad existe, pero todo a lo que puedo tener acceso está en mi cerebro”, sostiene.
De ahí también la fragilidad de la memoria: “El cerebro es una máquina de producir futuros a partir de experiencias del pasado. No está hecho para los recuerdos fieles, sino que adelgaza las experiencias y crea patrones más o menos reconocibles para que podamos contrastar situaciones y reaccionar en consecuencia”.
En este sentido, lejos de ser un problema, “el olvido es una herramienta necesaria para que el cerebro funcione”. Pero además, gracias a esas “neuronas espejo” que hacen que el lector reviva en su mente lo que está haciendo un personaje, leer una novela “es como habitar el mundo”. Aunque esta influencia de las imágenes mentales puede plantear también un dilema ético: la amenaza de repetir conductas violentas o reprochables por haberlas visto antes en el cine o leído en las novelas.
Para Volpi, “no se pueden poner trabas a la imaginación”, pues “no podemos entregar ese poder a nadie”.
La solución está en educar para desarrollar unas herramientas que sirvan de crítica. Y aunque leer cuentos y novelas “no nos hace por fuerza mejores personas”, el autor está convencido de que quien no lo hace tiene menos probabilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Pues “una buena novela es, en realidad, un tratado sobre el ‘yo'”.