En Pietrasanta, Toscana, Italia, la jornada de Fernando Botero (Medellín, 1932) se extiende hasta las 20:00. Hay tardes en que el artista sale en su Vespa para visitar las fundiciones y averiguar cómo van sus esculturas. La técnica de los talleres es la misma que se ha empleado desde la antigua Grecia. Primero, la escultura que el maestro ha hecho en barro es convertida en yeso, y luego de que el artista vuelve y redondea la pieza en su estudio, la obra pasa entonces a manos de los fundidores. El proceso que sigue es largo y complejo.
Botero es muy amigo de los artesanos, y cada año organiza una gran cena para todos en uno de los mejores restaurantes de Pietrasanta, y luego de una comilona, el artista y Sophia (su pareja) bailan y cantan al calor de la amistad y las muchas botellas de vino. En cualquier caso, en la fundición y antes de despedirse, el maestro conversa con los obreros y se asegura de que las cosas marchen a la perfección.
El proceso de creación de Botero en Pietrasanta es poco conocido: trabaja todos los días del verano, sin tomarse un solo día de descanso, y en produce un número admirable de esculturas. Las deja almacenadas en un lugar especial, en su estado intermedio de yesos. En ese momento el artista no decide la suerte de las piezas. Antes bien, las deja reposar durante un año entero, y al verano siguiente, cuando regresa a Pietrasanta, las analiza de nuevo, examina las virtudes e imperfecciones de cada una, y establece cuáles son buenas y cuáles, en su concepto, son malas o banales. Luego, toma un martillo grande que sopesa en las manos y en seguida procede a destruir los yesos que no han pasado ese examen implacable.
Las obras que sobreviven a ese escrutinio feroz pasan a los talleres para ser fundidas en bronce, y de aquellas sólo unas cuantas son convertidas en esculturas, “únicamente -precisa el artista- las que poseen la cualidad de la monumentalidad”, entendida como la capacidad de la escultura para imponerse en el espacio, o sea la grandeza, la fuerza y el volumen para desafiar el medio y resultar victoriosa.
Así, se advierte una de las cualidades más admirables de las esculturas de este artista: cada una posee la corpulencia de una figura masiva, pero al mismo tiempo está dotada de una curiosa liviandad, pues son obras pesadas y etéreas a la vez. En efecto, una mujer voluptuosa, tendida boca abajo, evidentemente tiene el tonelaje de un camión, pero levanta un pie en un gesto grácil y ligero, como si no pesara más que una pluma. Igual sucede con ese toro, y ese perro, y ese Adán y aquella Eva.
Y en esa paradoja estriba la propiedad más singular de estas obras de Botero. No obstante, ante todo estas esculturas son formas nobles y voluminosas que sólo se pueden calificar de apetitosas; la raíz de su encanto reside en el poder de su belleza, en su sensualidad que hechiza y en la originalidad de su estilo.
Con Botero se hace evidente un hecho paradójico: este maestro puede trabajar durante ocho horas de pie sin cansarse, pero si asiste a una reunión social y permanece parado más de un par de horas, se fatiga. Esto hace pensar que Botero sigue la máxima de Picasso: al entrar al taller hay que dejar el cuerpo afuera.
En todo caso, cuando Botero termina de trabajar, uno de sus planes favoritos es salir a comer con su familia, con sus marchantes o con los amigos. Hay restaurantes estupendos en el pueblo: la Enoteca Marcucci, el Gato Nero, el Da Sci. Después de la cena, Botero sugiere un digestivo antes de dormir, es común que el maestro prefiera una grappa.
En esos momentos la conversación casi siempre gira en torno al arte. Botero se mueve como pez en el agua por la historia de su profesión, y de la misma manera que resalta la importancia de las obras de antaño, creadas por grandes pintores como Bellini, Rafael, Leonardo, lamenta la aridez del panorama actual y no es raro que afirme, con inocultable desdén: “El final de siglo XX fue el más pobre y estúpido, desde el punto de vista de la creación artística, que se ha visto jamás”. Más aún, en su opinión, buena parte del arte contemporáneo (videos, happenings, instalaciones y performances) son expresiones triviales y efímeras que no dejarán huella perdurable en las grandes tradiciones del arte. “Esas obras –declara- son la herencia de Marcel Duchamp, creador del ‘ready-made’ y precursor de esta moda exitosa pero de consecuencias nefastas para las artes plásticas”.
Pasada la medianoche es hora de descansar, y comienza el lento ascenso a la casa. Poco a poco se van apagando los ruidos en las habitaciones. El maestro duerme, pero al día siguiente madrugará y descenderá a su estudio para seguir trabajando, buscando nuevas respuestas a los eternos interrogantes del arte.