Doce lienzos que son, a la vez, uno y varios autorretratos; cada uno remite a una zona del deseo o del intrincado mecanismo de razonamiento de su autor: Washington Guayasamín (Sangolquí, 1978). Desde ayer, esas doce telas cuelgan en la Galería Arte Actual, de la Flacso.
‘Etnografía del desecho’, que es como se titula la muestra, habla de todo y de nada; de eso que pasa en la calle: inocuo y decisivo en igual medida.
Los colores explosivos (casi corrosivos) que Guayasamín utiliza en su obra tienen una explicación: “El acrílico te remite a lo industrial; con estos colores hablo también de esa lógica industrial en la cual vivimos” y que es el eje de esta exposición que habla de esa condición desechable que atraviesa todo lo relacionado con el ser humano, según su autor.Y si bien el rostro de Guayasamín no aparece en ninguna de las piezas, su forma de ver la vida sí lo hace. “Detrás de cada imagen estoy yo como ser humano, todos los cuadros hablan sobre cómo me siento, sobre cómo veo la vida”, asegura este joven artista que para dedicarse, los últimos cuatros meses, de lleno a pintar para exponer en Arte Actual ha sacado un préstamo que le permita comprar materiales y no hacer otra cosa que plantarse frente a sus enormes telas, a veces hasta ocho horas seguidas.
Las temáticas que Guayasamín aborda son duras, “y bizarras”, como él mismo dice. Como aquella mujer-tina, de senos desbordantes, que acaba de morir o está a punto de hacerlo, el espectador debe decidirlo. Esa es otra característica de su obra: nada está dicho. “No busco hacer nada directo, yo prefiero que sea sinuoso, para que el espectador entre’ porque en realidad el artista es como un cazador, que hace su trampa: la obra; y la presa es el espectador. Por eso yo creo que más que nada, con mi pintura, armo diálogos posibles”.
Lector ávido de Walter Benjamin y de Charles Baudelaire, Guayasamín es un existencialista nato -que no ha leído a Nietzsche ni a Schopenhauer- pero que se nutre de la calle, y sobre todo del lugar que la vida y la muerte ocupan en la existencia humana. “El problema del ser humano es lo que me interesa, ver de cerca su comportamiento. El concepto de desecho que propongo en esta muestra es un sinónimo de muerte… Las dos cosas fundamentales que mueven la vida y la muerte son el placer y el dolor, por eso trabajo mucho con escenas sexuales; está todo muy ligado ¿no?”.
La preocupación por ‘el otro’ también tiene un espacio en sus telas (esas que a propósito dejó sin poner en bastidores, y que cuelgan como enormes sábanas manchadas, para romper con la formalidad del “cuadro-ventana”). Así, la imagen de la una cabeza tras una malla -que no tiene título- es el resultado de las meditaciones de Guayasamín sobre “la otredad; me preocupa mucho cómo nos relacionamos entre nosotros, cómo construimos unas otredades que están separadas entre sí, casi poniendo al otro detrás de una cerca”.
A primera vista, estas reflexiones grises, desoladoras y difusas de la condición humana, estarían en contradicción con la cromática, completamente ‘pop’, que Guayasamín ha decidido utilizar para sus cuadros. Pero no lo están, porque según cuenta este pintor de maneras pausadas y sonrisa fácil, ‘Etnografía del desecho’ es una propuesta irónica, capaz de pintar calaveras fosforescentes (a manera de guiño a la costumbre barroca de hacer de éstas el símbolo de la muerte), y de hacer un hermoso cadáver -que inmediatamente hace pensar en una Barbie- hecho sándwich entre un automóvil y un colchón. Una manera distinta de ver la muerte, sin perderla nunca de vista.
Recorrer su propuesta es de alguna manera abrir la posibilidad a un colorido divertimento y también a la introspección sobre las propias vida y muerte.