Don Draper, el centro de ese universo con vida propia –la nuestra– llamado Mad Men, ha logrado lo que la mayoría de seres inventados sólo alcanza a soñar: convertirse en persona.
Cuando la gente habla de este monstruo de la publicidad, se refiere a un tipo de carne y hueso, alguien que conocen, quieren y por el cual se preocupan. Me pasa. Se abre un paréntesis en el día, recuerdo todo lo que le está sucediendo y pienso: Dios mío, que no le pase nada malo.
“Cuando un hombre entra a una habitación, trae puesta toda su vida”, dijo en la cuarta temporada. Lo dijo en off pero se sintió en on, como una sentencia, como si nos dijera que nunca vamos a poder olvidar lo que queremos olvidar ni, mucho menos, perdonar lo que queremos perdonar. Podemos hacer como si ciertas cosas, las peores, nunca pasaron, podemos incluso creérnoslo, pero nada se desvanece por completo, a lo mucho se oculta y toma fuerzas para salir en los momentos menos apropiados. Y es peor.
Don lo sabe, ha tenido que inventarse una vida para huir de otra y partir desde cero. Puede que no sepa, del todo, quién es, pero sabe de memoria quién tiene que ser, ¿hasta cuándo podrá soportarlo? En Mad Men circula una sensación de alarma constante, de que todo se va a venir abajo pronto y los cuarenta pisos de un edificio en Manhattan nos van a caer encima. Llegó la quinta temporada, los sesentas, batallas callejeras por los derechos civiles, las profecías del LSD. El mundo está cambiando y nuestra gente no está lista para eso.
En este siglo hay una serie de televisión para cada uno y, sabiendo todos que The Wire es La Meca, Mad Men va directo a convertirse en un templo. Somos fieles a Draper: tiene grietas y se quiebra cada vez más a menudo, quiere jugar limpio pero el juego nació sucio. Si este publicista del pasado, que se toma el primer trago a las nueve y cuarto de la mañana, puede enseñarnos tanto sobre el presente, sobre la propaganda BTL en la que nos hemos convertido, acabémonos la botella. Que sea motivo.