Entre las tantas páginas que dedicaron los diarios en lengua castellana a Mario Vargas Llosa, parece que hay un acuerdo generalizado: es un premio a la literatura, más allá de cualquier posición política.
Como si fuese obligatoria una confesión, muchos dijeron que estaban de acuerdo con el premio “a pesar de” su viraje de izquierda a derecha. Como si exigiéramos al médico su filiación antes de auscultarnos, leemos y juzgamos a Vargas Llosa.
El poeta ruso Eugenio Evtushenko (soviético entonces) decía: toda poesía que toque temas humanos es de por sí revolucionaria. No hay escritor sin política. Quizá sea eso también lo que hace a la literatura lo que es para la gente.
El francés Louis-Ferdinand Céline fue un colaboracionista nazi; Jorge Luis Borges fue condecorado por Augusto Pinochet; Gabriel García Márquez, Jean Paul Sartre y Julio Cortázar defendieron la revolución cubana; Walt Whitman será el poeta de la utopía. En el infierno de Dante estarán sus enemigos políticos.La relación con la literatura es individual y generacional, silenciosa y solitaria. Nadie queda igual luego de leer a Franz Kafka, decía Ernesto Sábato. Y hay autores que ejercen una influencia distinta en los mundos narrativos de otros escritores. William Faulkner siempre será el mismo, pero será también distinto a los ojos y en la obra de sus discípulos latinoamericanos: García Márquez, Vargas Llosa y el uruguayo Juan Carlos Onetti. Pero las lecturas también son generacionales: el Quijote es una prueba de las distintas lecturas que se ha hecho según la Ilustración, el Romanticismo, la Generación del 98, etc.
¿En qué momento de las lecturas de las sociedades actualse ha llegado esta consagración definitiva de un peruano que ya ha estado acostumbrado a cientos de distinciones en todo el mundo pero que aboga también por el parricidio a su obra?
Una lectura no parricida (quizá tenga razón Peky Andino: “no somos parricidas porque simplemente no tenemos padres a quien matar”), de una generación que nació en la década de los 60 y fue descubriendo la literatura como pasión y vicio en los o80, y para quienes eso de los Nobel o los Cervantes no eran lo que son.
Quizá dejaron de ser lo que fueron. Como escribió el argentino Abelardo Castillo: “este es el mismo premio que le dieron a Winston Churchill(‘). Lo ganó también el español José de Echegaray, y si existía alguien que no merecía ganar el premio Nobel era Echegaray: en esa época estaba vivo Unamuno. Nunca se lo dieron a Borges. Algunos premios Nobel son conocidos solo dentro de la Academia sueca y de su familia. Es decir: este premio, en estos días, no significa nada”.
No son pocos quienes dudan de que el Nobel y el marketing van de la mano. Tampoco habría que asombrarse. El mundo es marketing. Una pasión como el fútbol y también las utopías son marketing ahora. “Volveré y seré millones”, dijo Evita. “Volveré y seré camisetas”, pudo decir el Che. Una vez en Colombia, apenas cuatro años después de que García Márquez lo ganó en 1982, alguien advirtió: la primera edición de ‘Crónica de una muerte anunciada’ había tenido un tiraje de más de un millón de ejemplares. Esa era razón suficiente, decían, para que la Academia sueca lo premiara unos meses después.
El designación de Nobel en general no altera el plan de lectura de alguien que gaste buena parte de su presupuesto mensual en libros. Menos aún el de Vargas Llosa, de lectura obligada en los colegios y a quien muchos han seguido a lo largo de los años.
Quizá en eso consista lo más agradable de este premio Nobel. Acostumbrados a descubrir nombres que de pronto se vuelven famosos, algunos corren desesperadamente a buscarlos en las librerías. Esta vez, en cambio, es para alguien a quien hasta debimos desempolvar de nuestras bibliotecas, tras del anuncio.
En 1990, pocos salieron en estampida para comprar al poeta y ensayista mexicano Octavio Paz. En uno de sus ensayos, recordó a Antonio Machado y “esa inmensa minoría” que lee poesía. La poesía no vende, aunque muchos creían que este año le habría tocado el Nobel a un poeta. Paradójicamente, la prensa le dio más espacio a Paz que a Vargas Llosa.
Con Pablo Neruda es distinto. Él tiene ese privilegio de pocos: ser un poeta popular que supo llenar un estadio de fútbol para leer sus poemas. Aún es recitado por muchos, como Federico García Lorca o Mario Benedetti, por ejemplo. Todos ellos venden siempre y son leídos a pesar de lo que digan los académicos.
Por suerte, “la academia es un punto de partida, no un punto de llegada”, como dijo ese monstruo de las letras universales, el mexicano Octavio Paz .
En su tesis doctoral sobre ‘García Márquez: historia de un deicidio’, Vargas Llosa sostiene como principio que la literatura, la narrativa, mata la creación de Dios, por tanto a Dios, y crea un mundo nuevo, el que debería ser’ o no. Tal vez ahí radique ese “tener un pie en la realidad” que ha hecho grande una obra que debe ser aún examinada por el paso de los años, en un tiempo que solamente Dios podría conocer.
La historia como una obsesión
Se han paseado por su imaginación, pero no nacieron de ella. Mario Vargas Llosa ha demostrado a lo largo de su obra una cierta tendencia a novelar las vidas de personajes históricos o de ensayar sobre la obra de escritores también fundamentales.
Lector monumental, como es el Nobel 2010, de las vastas lecturas que lo han llevado a recorrer muchas veces caminos desconocidos (o poco explorados), nace por ejemplo su última novela, ‘El sueño del celta’, la misma que presentará a inicios de noviembre.
Su protagonista es Roger Casement, un personaje de la vida real (1864-1916), quien fuera cónsul británico en el Congo Belga y que tras esa experiencia africana llegó a la Amazonía colombo-peruana para investigar la situación de los indígenas que trabajaban en la extracción del caucho.
¿Qué le cautivó del personaje? “Roger Casement es uno de los primeros europeos que tuvieron una conciencia clara de lo que fue el colonialismo y que denunció sus tropelías”.
Vargas Llosa también desovilló la vida de la feminista Flora Tristán y de su nieto Paul Gauguin, en su novela ‘El paraíso en la otra esquina’ (2003). “Tanto Flora Tristán como Paul Gauguin fueron utopistas prácticos. Sus empeños se adueñaron del siglo XX (…) a través de la liberación de la mujer y de los derechos democráticos obreros,”, hace referencia el crítico Christopher Domínguez en la revista Letras Libres.
No solo le han cautivado los activistas acérrimos; hay personajes siniestros como el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, retratado en ‘La fiesta del chivo’ (2000). Una crítica feroz al poder desmedido.
Por su obra también han pasado Sartre, Camus, Berlin o Revel, Nathalie Sarraute, César Moro…