Piedad Bonnett convierte su dolor más íntimo en una experiencia humana colectiva. “Daniel murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acaba de cumplir veintiocho años…”. De quien escribe ella en ‘Lo que no tiene nombre’ es de su hijo. “La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o un pecado”.
La obra (Alfaguara, 2013) es un testimonio demoledor, escrito con una pluma ágil y sin poses, cargada de lucidez y emociones. “Imágenes. Es todo o casi todo lo que nos queda de aquel muerto que tanto quisimos, que aún queremos (…) Y me rebelo contra esas imágenes, porque lo petrifican, lo fijan, lo condenan a una realidad estática que amenaza con suplantar las otras, las vivas…”.
Bonnett también cuestiona: desde los errados diagnósticos médicos iniciales, pasando por el rechazo social a la esquizofrenia, hasta los ritos religiosos tras la muerte. Sin dejar de lado su agudeza, la autora nos lleva, en las 130 páginas del libro, a las entrañas de su corazón.
Lo que no tiene nombre es un homenaje a la vida de Daniel y un canto a la Literatura: las letras redimen a una mujer con un luto indescriptible. He escuchado a mujeres que, por ser madres, temen asomarse a la obra, aunque la escritora colombiana lo que hace es un ejercicio de valentía. Como ha escrito Peter Handke, al narrar también una experiencia dolorosa, “esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Un lenguaje que, sin embargo, ha encontrado Piedad Bonnett.