Desde el recuerdo Luciano Mogollón (1952) recrea a los pájaros sobrevolando los estanques y los campos verdes que quedaron en La Vicentina, una vez que el Quito Tenis y Golf Club dejó el barrio. Allí, de niño, Luciano miraba las nubes y el paisaje, hasta que la vista se le perdía allende la quebrada, entre la naturaleza de Monjas.
Jugaba -rememora- con los güilli-güilli, los sapos y las ranas. Los bichos y las plantas, sus formas y colores, son presencias con las que ha seguido jugando, volcándolas al arte, con la técnica del grabado, por más de 30 años. “El grabado fue un descubrimiento rico en mi vida, con él puedo jugar con distintas texturas, me da mucha libertad”, su voz carga el mismo asombro de su niñez.
Mogollón conversa bajo la claridad de la mañana, entre las escalinatas, las pesebreras, los patios y las salas que hacen la casona del Museo de Arte Colonial de la CCE, en el Centro Histórico. Allí se exhibe, desde ayer, su muestra ‘Sueños de verano’, que recoge unas setenta de sus obras.
En una de las terrazas del museo, Luciano describe el procedimiento para conseguir sus grabados. Adopta la inflexión de un maestro para hablar de metales pulidos como espejos y de baños en ácido nítrico, de dibujos, tonos y tiempos, de la lógica de esta técnica. Habla del ‘barniz blando’, técnica que le permite tomar cierta vegetación y plasmarla directamente sobre la placa, haciendo que la huella sea mucha más vívida. Habla del ‘hueco grabado’, con el dibujo hacia adentro y no planigráfico (como lo son la imprenta, la serigrafía, la xilografía o la litografía), con una riqueza de líneas y de volúmenes.
Y las estampas muestran eso, juegos de texturas, de dimensiones, de policromía. Ya sea un paisaje del Taita Imbabura o un Quito Nocturno, un paisaje de una corrida taurina o libélulas al anochecer. “El uso del color no es algo tan preconcebido, más bien me llama en el trabajo”, dice. Será por eso que los colores son más bien emociones. En los paisajes es reiterativo un árbol cuyo follaje es un conjunto de corazones.
Mogollón juega también con los tamaños y la especialidad del soporte: el papel bien puede estar lleno de líneas y de exuberantes colores, o presentar solo tres elementos, con harto aire entre ellos, pero respetando una sintaxis; es como si en medio del bestiario que habita los cuadros, siempre estuviese el silencio. Él dice que la distribución de las imágenes y el orden del color en el papel permite que cada espectador tenga su lectura, un libre criterio, un impulso en la imaginación.
Entre los cuadros expuestos en la salas Oswaldo Viteri y Aníbal Villacís, hay estampas que llevan la marca de Francisco de Goya, los más notorios: un retrato del de Fuendetodos y un disparate bajo el título de Las histéricas, las mismas locas mujeres dibujadas por Goya en la misma posición, en el mismo juego, pero rodeadas de luna, de helechos y loros.
Es que Goya es presencia definitiva en los grabadores. Mogollón lo explica desde las rupturas del español para con el arte cortesano y desde la divulgación de ideas que propone el arte gráfico; pues eran grabados que llegaban a la plaza y al pueblo, para que este se ría del rey, de la iglesia, de toda institucionalidad. “Seguir su huella siempre será un referente”, enfatiza Luciano.
Además del retrato de Goya, están los de personajes históricos latinoamericanos: Bolívar, Manuela Sáenz, Eloy Alfaro. “Es un homenaje”, dice el artista. Pero más allá hay una lectura del personaje por parte de Mogollón: el aire que rodea al busto del Libertador se repleta de caligrafías con los nombres de los países liberados, como si eso, “su gran sueño”, lo ocupara todo. Por su parte, la Generala lleva en su uniforme militar corazones y estrellas, un toque femenino y humano más allá de tanta gloria y monumento. Estos también son los lances de un artista que se mantiene en el juego.