Quintana, una vida para el teatro

A los ojos de su madre, Gualberto Quintana era un ave nocturna. “Hasta su muerte, se opuso a que estudiara teatro”, explica el diseñador y técnico de la sala de la Facultad de Artes de la U. Central, mientras apura una pitada de un cigarrillo Philip Morris.

Los largos ensayos y las noches de función llevaron a su madre a ponerle aquel sobrenombre cada vez que Quintana cruzaba, sigiloso, la puerta del hogar. Es el cuarto de cinco hermanos. El menor, Julio, también decidió ser técnico, en el Teatro Prometeo. Al recordarlo, una sombra cruza por el rostro de Gualberto y dice resignado: “Entregó su vida, lo sacaron hecho cadáver”.

El humo del cigarrillo, consumido a medias, se esparce por la cabina, mientras Quintana juega con las perillas de las consolas como si manipulara sus recuerdos. A los 10 años llegó a Quito desde Riobamba. Esa ciudad se dibuja en su mente a través del silbato del ferrocarril, donde su padre trabajaba como brequero (quien aplica el freno en los trenes), y de sus primeros años en la escuela Juan de Velasco.

Luego, en su etapa colegial, ya en Quito, la fantasía de unos títeres moviéndose en un teatrino le señaló el camino hacia las tablas. Empezó a actuar, como parte de la Juventud Católica, en la Iglesia La Milagrosa, durante las primeras misas que sonaban con guitarra eléctrica y batería .

Entre la Casa de la Cultura y la Facultad de Artes, el profesor chileno Víctor Villavicencio guió los pasos del joven Quintana hacia el territorio técnico del teatro: el vestuario, la escenografía y, sobre todo, la iluminación. “Yo quería ser actor. Tenía la ilusión de dirigir una película... esas cosas que uno desea a los 18 años. Pero me fue picando el gusanito... picando, picando, picando' hasta que caí”.

Entonces, se apartó de la interpretación, de la posibilidad de interpretar a Calixto cuando busca los amores de Melibea, en la pieza ‘La Celestina’, de Fernando de Rojas, que siempre le pareció bellísima. Pero de todos los personajes teatrales prefiere uno que se ha escondido en los pliegues de su memoria. Apenas recuerda el título de la pieza, “algo referente a los ángeles”, pero sí sabe que es una historia de amores que duran toda la vida. Se identifica con la timidez de ese huidizo personaje. Como no es actor y no saldrá en la obra teatral, solo sonríe al imaginar cómo podría ser su iluminación.

Quintana apaga el pucho y el fulgor se refleja en sus lentes. Tras ellos se refugian unos ojos cansados por los años y los desvelos. Ahora, cuando las funciones concluyen, siente que el aplauso es para los actores y el director, nunca para él. El eco de las palmas sube, como él mismo, por la escalera de caracol que lleva hasta la cabina del Teatro.

Su ímpetu juvenil, signado por las ideologías sociales de los años setenta, le llevó a creer que en el teatro estaba la revolución, que desde las tablas cambiaría el mundo. Desde esos ilusionados días data su amistad con Antonio Ordóñez, director del Teatro Ensayo, quien admira en Quintana su sensibilidad, su pasión y su empeño por aprender.

“Su trabajo es excelente. Si bien tenemos divergencias en los conceptos, terminamos conciliando. Son peleas gratas, que alimentan la amistad”, dice Ordóñez. Junto al Teatro Ensayo, Quintana ha desarrollado la mayor parte de su carrera.

Sin embargo, Gualberto recuerda con amargura su primera experiencia al manejar solo las luces de un teatro. Fue en Cuenca, en la adaptación que el Teatro Experimental de Quito, dirigido por Eduardo Almeida, hizo de la novela ‘El chulla Romero y Flores’. Todo se retrasó y la obra resultó un fracaso desde su noche de estreno.

Pero los años le traerían mejores experiencias. Con la adaptación de ‘Huasipungo’, del Teatro Ensayo, viajó a EE.UU. y México. Esos tiempos renacen cada vez que muestra los 400 programas de obras, en los que ha diseñado las luces, las ropas o el decorado.

Cuando el ‘ave nocturna’ despierta, cuando más tarde a las 05:30, no puede faltar el café negro con medio pan y un tabaquito. Entonces, empieza a trabajar en sus diseños. Pasa el lápiz sobre los planos, una y otra vez, mientras escucha las noticias.

Antes, el control de las luces era una alquimia realizada con pipas de aguasal, cables y pesos. Ahora, la tecnología impone consolas digitales. Quintana aún siente la misma solitaria fascinación de escoger colores, de crear atmósferas, de hacer con luz lo que un pintor hace con acuarelas. “Se trata de darle una tez dulce al niño que va a nacer allí, en el escenario”, dice mientras con las manos dibuja líneas en el aire.

Al menos 30 veces por día, sube y baja las escaleras de caracol, trepa a la tramoya, desciende barras, acciona poleas, se cuelga de cuerdas y, suspendido en el espacio negro, parece que Gualberto volara, como un ave solitaria.

El teatro, donde labora desde hace 33 años, fue modelado a su gusto y necesidad. “Es que yo fui creándolo para mí. Lo conozco desde que era hueco y boceto”. En el plano original, el escenario era móvil y Gualberto espera algún día verlo así, al menos cuando ya no esté en los controles sino entre el público, pues la ley le obliga a dar paso a los más jóvenes. Hasta hace dos años dictaba clases de diseño teatral, pero una maestra más joven y con varios títulos ganó la cátedra.

Una nueva amargura ensombrece su semblante. Nunca obtuvo el bachillerato, porque el teatro le ganó por ‘knock out’ a sus estudios secundarios. “Si tuviera título, disputaría la Dirección de la Escuela, para sumar posibilidades y encontrar la manera de rehabilitar este teatro”.

Para el actor Marcelo Luje, quien fuera su alumno y ahora es su compañero en la Escuela de Teatro, Gualberto tiene conocimiento, experiencia y responsabilidad enormes, que sabe compartir con actitud paternal. “Sabe cuidar y guiar, en el sentido del maestro al aprendiz”.

Tras observar sus bocetos y diagramas, Gualberto se desplaza silenciosamente hasta la bodega de vestuario, donde se acomodan ropajes de distintas épocas y estilos. Entre tules y encajes, entre espadas de madera y armaduras de cartón, parece que el artista reviviese un diálogo silencioso y melancólico con los personajes invisibles.

El esmero que pone en el cuidado de cada objeto de utilería, de cada vestido, de cada rincón del teatro, muchas veces se traduce como malgenio frente a los estudiantes. Pero Pancho Arias, uno de ellos, considera que eso es por la entrega y el amor al teatro. “Muchas veces no le gusta que hagan su trabajo, para que no le dañen. Pero hay que seguir sus reglas y sus normas, que son las adecuadas.... No por nada le decimos papá Gualberto”.

Como si su vida estuviese desde siempre destinada al teatro, Gualberto conoció el amor detrás del escenario. Hace más de 27 años, las luminarias encendidas del Prometeo, para la representación de ‘Santa Juana de América’, no alumbraron la obra, sino el rostro de Elvia Vinces, quien luego se convirtió en su esposa.Tienen dos hijos Milton Giovanny y Gualberto.

Después de sacar el bachillerato, su mujer estudió costura y empezó a confeccionar los trajes que salían de la imaginación de Gualberto. Desde entonces, la soledad de la tramoya se contrasta con la gente que llega a su casa: “Si no están los de danza, están los de teatro, haciéndose pruebas, tomándose medidas”.

Hoy, Gualberto Quintana cumple 63 años. “Si me jubilan' me moriría'”, dice el ‘ave nocturna’, envuelta en el humo de un nuevo cigarrillo.

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