Quinatoa asume su vida con dignidad

En la sala de su casa. La mujer indígena de 56 años forjó su vida con los valores de dignidad y de trabajo que le inculcaron sus padres (retratados arriba).

El día en que su vida cambió para siempre, Estelina Quinatoa masticó el dolor, se tragó los lamentos y se fue donde su jefa. Le dijo con dignidad y aplomo: “Mi esposo me abandonó. Necesito que me hagas un favor”.
No solicitó ni licencias, ni permisos, ni siquiera un oído para desahogarse. “Quiero estudiar inglés”, dijo despacio pero con autoridad, como si supiera que la vida le estaba debiendo algo. En efecto se lo debía y le dieron el curso. Fue una de tantas veces que enfrentó una situación dura a fuerza de estudios, aplicación y disciplina.
Luego de más de 23 años, Quinatoa, hoy la curadora del Fondo Arqueológico del Banco Central del Ecuador (BCE), el más grande e importante del país, sonríe serenamente cuando recuerda ese momento. Su experiencia como funcionaria del departamento cultural de la institución le ha llevado a tomar responsabilidades hasta hace poco impensables para una indígena, entre ellas la de Directora Cultural de la sección Quito del BCE.
Su expresión, amable pero severa, marca una atmósfera emocional que la cubre (y protege) en todo momento. Desde pequeña aprendió que el mundo exterior, el de los mestizos, era peligroso para quien muestra debilidad y que era mejor vivir sus emociones puertas adentro.
Su padre la amuralló dentro de su casa hasta los cinco años. Esa prudencia se complementó con una incólume autoestima que él siempre tuvo, y que ella heredó.
Esa fuerza espiritual, esa confianza cósmica y antigua en sus antepasados y en su pueblo, es una de las virtudes que más admira su hija Tamia, de 23 años. “Mi mamá no hace discursos sobre la reivindicación de los indígenas, ella ha vivido esa idea todos los días de su vida. Los indígenas la respetan mucho”.
Uno de los más antiguos y bellos tesoros de su memoria son los patios de tierra en los que jugaba siempre sola. Cansada se tumbaba boca arriba debajo del cielo limpio de Riobamba y dejaba su mente en libertad.
Su familia era indígena de la cultura Otavalo Cotacachi. En Imbabura nacieron y vivieron sus padres pero, a principios de los cincuenta, tuvieron que emigrar a causa de un calamitoso fracaso financiero de su padre. La idea era llegar hasta Perú, o al menos hasta Loja, pero en la estación de trenes de Riobamba su padre se encontró con algunos amigos y más pudo el corazón.
Estelina es la menor de cuatro hermanos, quienes le llevaban demasiados años como para secundarla en sus juegos. Así que sustituyó a la realidad con la imaginación y se inventó varios amigos imaginarios. Sin embargo, a los cinco años, ese mundo perfecto y solitario se quebró .
Un buen día la vistieron de calle y su hermana (10 años) mayor la tomó de la mano y la condujo a través de unas calles que le parecieron infinitas. Llegaron a una casa de altos muros dentro de la cual corría una multitud de niñas mestizas.
Cuando preguntó cuánto debía quedarse allí, le contestaron que la escuela duraba seis años.
La niña indígena se llenó de terror y le hincó los dedos al brazo de su hermana, dispuesta a morirse antes que quedarse en esa ruidosa sucursal del purgatorio. Los dos primeros días no hubo fuerza humana que la separase de su hermana. Fue su padre quien, luego de largas conversaciones y poniéndose serio, la obligó a quedarse en la escuela.
Saber leer y escribir fue una de las prioridades que don Alejandro Quinatoa les impuso a sus hijos. De hecho, él fue uno de los pocos indígenas que, en las primeras décadas del siglo pasado, aprendió el alfabeto.
Un cura de Otavalo le enseñó a él y otros pocos niños indios. Don Alejandro confirmó algo que ya sabía sin que nadie se lo enseñara: que los indios son tan dignos como cualquier mestizo.
En la sala de su casa, en el barrio de la Mama Cuchara, donde vive por más de 23 años, Estelina Quinatoa cuenta con su inalterable serenidad un episodio grabado en su memoria: “Un día que papá estaba en la estación de trenes, esperando o enviando un cargamento de textiles, un señor mestizo le pidió que, por favor, le cargara una maleta. Mi papá le quedó viendo un momento, luego tomó la maleta y se puso a caminar a su lado. Conversaron un poco. Cuando llegaron, el hombre sacó unas monedas para pagarle pero él se las devolvió diciéndole que le había hecho un favor y que no necesitaba su dinero”.
El orgullo de su identidad indígena es una de las pocas emociones que la curadora se permite en público. Sus ojos café oscuros brillan de satisfacción cuando habla de sus raíces. Su frente se ensancha y sus cejas pequeñas se levantan para enfatizar la fuerza de su voz. Luego vuelve la vista sobre los retratos de sus padres que adornan su casa.
De hecho su espacio familiar semeja una especie de templo para atesorar la memoria. Piedras, piezas artesanales, retratos, y fotos se arremolinan en cada esquina. Los libros de Antropología, Historia, Arqueología y Arte, tienen dedicada una habitación entera.
Su formación intelectual es otra de sus mayores satisfacciones. Desde los 11 años, cuando terminó la primaria, hasta los 17 no le permitieron continuar estudiando. “Mi papá, quien era textilero, consideró que era suficiente leer y escribir y que luego era mejor dedicarse al negocio familiar”.
Pero su necesidad de conocer era una máquina que ya no podía detenerse. Siguió tres años de Corte y Confección, participó en organizaciones barriales de mujeres, aprendió guitarra, y leyó sin descanso. A los 18 años, a escondidas de su padre, se matriculó en el colegio nocturno. Poco después se abrió la cátedra de Lenguas en la Politécnica de Chimborazo. Su profesor de Literatura en la nocturna le consiguió una beca.
Por ese tiempo, en un ensayo para un festival de danza típica, conoció al que, luego de tres años, sería su marido. Si el enamoramiento entre un mestizo y una indígena era mal visto, para ese tiempo y ese lugar, el matrimonio intercultural fue como una aberración. Los esposos tuvieron que venir a Quito para buscar un futuro.
Estelina siguió todos los cursos gratuitos imaginables, entre ellos, uno para guía de turismo, por cortesía de un montañista, amigo de su familia. Poco después se plantó en el Banco Central (que a principios de los ochenta reclutaba gente que hablara varias lenguas para instruirlos como guías) hasta que le dieran trabajo. Y se lo dieron.
Una de sus compañeras de aquella época (quien luego fue su profesora en la Maestría de Administración y Conservación de Bienes Culturales de la U. SEK), Francisca Gómez, recuerda que la impresionó esa perseverancia y aplicación que siempre tuvo. “En el tiempo en que venía a la maestría se había roto un pie y venía enyesada. La traían sus hijos y aquí la ayudábamos todos. Pese a todo, su aplicación y trabajo académico fue realmente excelente”.
Su desempeño en la dirección cultural el Banco Central la ha situado como una de las profesionales con mayor autoridad moral de la institución. Sus logros en el área educativa (fue la primera en organizar visitas guiadas en quichua por el Museo de la BCE) y en el área arqueológica (desarrolló y consolidó un fondo único en el país) son reconocidos de forma unánime por colegas dentro y fuera del BCE.
Estelina Quinatoa siempre supo enfrentar las circunstancias, aún las más duras, con perseverancia y trabajo. Su soledad, ese silencio al que aprendió a domesticar desde niña, ese espacio ocupado por la memoria feliz de sus antepasados, siempre ha sido su mejor armadura.