No sé cuándo lo conocí, pero sin duda fue hace 60 años. Pero mis primeros recuerdos aparecen con la música que no he dejado de amar desde entonces. Y sin duda, el mágico olor a trementina. Recuerdo con claridad la luz de esa casa en La Floresta, donde un traje del arte popular, de un diablo, también colgaba entre otras cosas de las paredes y no necesariamente me gustaba.
Creo que el privilegio extraordinario de crecer y vivir junto a un personaje que amaba a Bach, las máscaras de diablo y la trementina al mismo tiempo, no es poco. A sus 90 años, mi padre, Viteri, ha ganado la batalla que implica crecer en un territorio donde el arte, erudito y popular, tenía poca cabida. Menos aún para un curioso y transgresor sin remedio, para quien hasta hoy la libertad de crear y de pensar ha sido su gran propósito. Una libertad que se abre camino por el arte pero que toca todas las instancias de su vida. Y en ellas, me ha alcanzado a mí, afortunadamente.
Crecer entre Cristos dolientes y austeras piezas arqueológicas, entre casullas doradas y muñecas de trapos coloridos; pero, sobre todo, caminando por la aventura del arte y de la vida, con la certeza de la creación y de la muerte, con la convicción de que cada día cuenta, de que todo es un descubrimiento, de que el sueño es real y la tormenta es bella, ha sido un regalo.
Entre todo este ensamblaje de recuerdos, no puedo olvidar el periplo de los viajes a la costa, en los veranos, sobre un Volkswagen camper, donde todo se transformaba para acomodar, precisamente, nuestros sueños. No había ni la intención ni el dinero para un hotel. La playa misma, desnuda, lo era. Apenas aparecía alguna casa de pescador, aquellas que parecen sostenerse en andas sobre el mar, y donde el fogón, en alto y hacia una ventana, olía siempre a carbón.
Solían ser 15 días de vivir con lo mínimo y con lo máximo también; agua dulce casi solo para comer, a la luz del sol y de la luna todo el día, pero con un paisaje inmenso, donde el sonar de las olas marcaban el ritmo de nuestra historia, ojalá interminable. Salíamos en la tarde a veces a recoger piedras en la playa inmensa y despoblada, que eran nuestros tesoros. Yo todavía las guardo no solo como recuerdo de nuestros viajes sino porque me siguen pareciendo preciosas. Como cualquier otro retazo de naturaleza que había sido moldeado por la marea o por el viento. Como cualquier otra pieza de mercado, donde una cuchara de palo o una batea podían despertar la admiración por la belleza.
Y entonces no puedo dejar de pensar en esos ensamblajes que aparecen también hacia fines de los años 60, cuando había que transgredir la pintura para convertirla en el auténtico compendio de retazos de una historia propia, donde la contradicción y la complejidad son riqueza, donde menos no es más; donde solo una lengua no basta como tampoco una sola historia mal contada, cuando se pierde la riqueza del diálogo y del conflicto también. De ese mestizaje le interesaba a mi padre no solo hablar, sino crear en él, con un profundo sentido de lo bello de la cultura genuina, esa que está lejos de los purismos asépticos o de la impregnación ideológica, donde también la belleza está lejos de la lástima y cerca del aprecio. Donde un páramo solitario o una muchedumbre de fiesta, más allá de paisajes, son poesía. Como lo es un ritual cristiano, bordado de oro y también de penas, cuando hay unos que penden de un hilo arriba y otros se asientan tan cómodos abajo. Cuando las lanzas lastiman, y otras “hieren el pecho menos el alma”.
Y de eso somos hijos, yo por supuesto también. Ha sido mi padre un “ojo de luz” en mi vida y espero que su obra, más allá de las tintas taurinas que envuelven otra de sus pasiones por los rituales populares, puedan reconocerse a tiempo y con el tiempo. Que todo pasa, que todo momento cuenta. Que estamos todavía aquí para contemplar perplejos, con la misma admiración, la voluntad del universo, como la del mar y la montaña. Que los castillos no solo son de piedra, sino que también hay voladores; que las chamizas se saltan y la procesión se hace en la iglesia. Que con las piedras nos podemos tropezar o pueden convertirse en tesoros. Como las cenizas mismas, a las que la vida regresa o las que se recogen para convertirlas en arte.
“No hay que tener miedo”, me decía. “No es nada, es solamente América”, como se llama una obra suya que yo atesoro, más que las piedras de mi camino. Es Viteri, mi padre, quien me ha enseñado a comprenderlas.