El nuevo vuelo de Maurice Montero

‘El vuelo de Leonardo’, una de las piezas, estará expuestas hasta el 25 de marzo.

‘El vuelo de Leonardo’, una de las piezas, estará expuestas hasta el 25 de marzo.

Maurice Montero (Francia, 1960) dice ‘guagua’, ‘bien alhaja’ o ‘chévere’ en perfecto español con un marcado acento ‘francés-cuencano’. Maurice también se ha perdido voluntariamente en las verdes entrañas de Amaguaña, en una reliquia arquitectónica de inicios del siglo XX en el barrio Santa Rosa de Cuendina; el sitio donde, siempre con luz natural y en completo aislamiento, crea.Allí, con su particular acento y unas manos e imaginación prodigiosas, desde hace 15 años se dedica a inventar o a tallar -para él es lo mismo- esculturas de madera. Es decir, lo que los expertos llaman: arte mecánico; porque las esculturas de Maurice tienen vida, se mueven (siempre activadas por el espectador que mueve la manivela) y además hacen sonreír a quien las mira.

Y eso: hacer sonreír, es para lo que él quiere que sirvan sus “inventos” (así los llama). Para nada más. En las críticas y reseñas de su trabajo no han faltado las alusiones y comparaciones -con las distancias del caso- con el trabajo de Leonardo Da Vinci, el artista/inventor por excelencia.

Pero el francés se apura a aclarar: “Mis inventos no son útiles, como fueron los de Da Vinci' Él buscaba hacer máquinas más atadas a las necesidades de la realidad. Digamos que a mí me gusta hacer cosas que le alegren la vida a la gente”, dice y añade que no pocas personas le han asegurado que eso pasó con la escultura monumental ‘El ciclista’, que está ubicada en el redondel de La Granados, en Quito. Cumplió su cometido.

Es también lo que busca con la muestra que estará, a partir de esta noche, durante 10 días, en la Alianza Francesa y que se compone de nueve piezas; todas alusivas al vuelo. Si bien en su obra desde siempre éste ha sido un tema, en esta ocasión todos los personajes hacen un tributo a la historia del vuelo humano.

Entre las nueve piezas que mostrará están: Clément Ader, un francés que entre otros inventos, aportó a la creación del avión; Gustave Ponton d’Amécourt, quien construyó un pequeño prototipo de helicóptero a vapor; ‘La varona’, una noble británica que también tuvo que ver en la creación del aeroplano; o ‘La mujer águila’, un ser salido enteramente de su cabeza, que simboliza el anhelo humano de volar como los pájaros.

“En la historia de los esfuerzos del hombre por volar, hay varias personas que dieron todo, pero que quizá no son muy conocidas; gente que dio un paso quizá pequeño, pero que permitió a otro avanzar en esta proeza... A mí me gustan estas personas que no dicen mucho, que no están en primera plana, sino que están haciendo, trabajando en silencio. Esta muestra es un homenaje a este tipo de personas”, cuenta sentado junto a su mesa de trabajo, que más parece la de una carpintería y está llena de pedacitos de madera y herramientas. Rodeada de grandes ventanas, la mesa es la depositaria de todo lo que Maurice va descubriendo y construyendo, como los pernos de madera de capulí, que le han resultado tan buenos o los piñones de madera (que permiten el movimiento de las esculturas), que él en un ejercicio de terquedad logró crear. “Fui donde todos los maestros y me decían que no se podía hacer piñones de madera, pero yo no me conformé y me puse a investigar; hasta que di con la madera indicada y con un amigo de Sangolquí inventamos una máquina para hacerlos”, dice mientras señala una pequeña máquina ubicada en una esquina de su taller que es amplio y ordenado; el mismo que en breve abandonará -tras 15 años- para ubicarse en uno nuevo, la casa que construyó en las faldas del Ilaló.

A su regreso de Tokio, Japón, donde él y su esposa Janeth Toledo, viajarán con estas mismas nueve piezas (y la obra de la pintora Carmen Carreño) que estarán en la Galería Promoarte durante 10 días, Maurice tendrá que desarmar su lugar de juegos, porque eso es para él su taller: “Yo aquí no vengo a trabajar sino a divertirme”. En este cuarto, desde donde domina el valle de Amaguaña, todavía conserva los juguetes que le hacía a su hijo Theo: un carrito rojo de madera, o el volvo hecho con latas de Cerelac que le regaló a su amigo Mario Muller; también están sus paneles solares caseros con los que carga su iPod (para escuchar a Jacques Brel o Georges Brassens); en este cuarto está su espíritu de niño jugando a inventar.

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