Han sido tiempos de duelos masivos. Partieron personas cercanas y también aquellas que son, en realidad, distantes, pero que en su condición de artistas se los siente realmente próximos. Quizá, en el fondo, hay una aspiración oculta o un sentir legítimo: que el autor sea un amigo.
Eso es algo que se ha sentido en los últimos días de la semana anterior. Fallecieron dos narradores que escribieron cada uno al menos una novela fundamental de la literatura ecuatoriana: Jorge Velasco Mackenzie, el viernes 24 de septiembre, y Eliécer Cárdenas, el domingo 26 de septiembre. Y eso como que ya fue demasiado: apenas estábamos reaccionando con el recuerdo de los relatos del guayaquileño, y ya teníamos que volver sobre las páginas del cañarense.
En 1979, Eliécer Cárdenas asombró con ‘Polvo y Ceniza’, para muchos la mejor novela del siglo XX; tres años antes publicó ‘Juego de Mártires’.
En un solo año, 1983, Editorial El Conejo sacaba dos ediciones de ‘El rincón de los justos’. La segunda ya se ubicó en la colección ‘Grandes novelas ecuatorianas de los últimos 30 años’. Y su tiraje puede ser algo que envidien los escritores contemporáneos: 10 000 ejemplares. Era su primera novela; antes ya circulaban sus cuentos.
Ambas novelas tienen una coincidencia fundamental: relatan mundos marginales. Pero mientras en la de Cárdenas es rural y el protagonista es un individuo, el legendario bandolero lojano Naún Briones; en la de Velasco Mackenzie es urbano, y el personaje es un colectivo, el barrio ficticio de Matavilela.
Otra diferencia es que en ‘Polvo y ceniza’ hay -si así se puede decir- una conciencia de clase: se es un bandido como reacción ante la exclusión, pero no se busca la redención política de los oprimidos.
En uno de los capítulos más maravillosos de la prosa ecuatoriana, Briones viaja a Quito para conocer a Luis Aníbal Paz, el Águila Quiteña. Son la antítesis: aunque a ambos los une la convicción de que el delito es una reivindicación de los pobres ante el abuso de los ricos, les diferencia el mecanismo y el uso que se da de él.
Briones contiene la violencia y su solo nombre generaba pánico en el Austro; Paz, en cambio, era el ladrón hábil e imperceptible, que apenas se hacía sentir, carterista, manos de seda, tramposo. El primero siempre andaba harapiento y repartía el botín entre los pobres, apenas un chagra, un sujeto de campo; el segundo tiene la preocupación del ser urbano, su apariencia y el individualismo.
Ninguno entendía la lógica del otro. El Águila “robaba billeteras, trampeaba en juegos, falsificaba marcas de licores, alquilaba mujeres buscándolo todo para sí, sin hacer caridades; porque nadie en este mundo merecía una caridad, porque los demás, todos, deben joderse o mirar para sí mimos, o soñar, o dispararse en la sien”, se lee en la novela.
Naún Briones, en cambio, le responde a Paz: “No quiero ser rico, Águila… volverme igual a los que despojo, no podría, no sería yo. Robo porque no aguanto que unos tengan todo de sobra, mientras a otros ni la estrecha existencia que tienen les alcanza”.
Con ‘El rincón de los justos’, Velasco Mackenzie nos ofrece un Guayaquil desconocido e ignorado. Es el barrio Matavilela, al que se debe abandonar para tomarse el Guasmo y creer que ahí sí habrá un futuro. Es la muerte de Julio Jaramillo, es la marihuana, el erotismo. Son personajes de sobrenombres extraordinarios. Es la religiosidad y es también el pecado. El bar del barrio, que lleva el nombre de la novela, tiene a la Narcisa Virgen (una imagen de la santa de Nobol), donde depositan dinero como redención ante la mala vida, y a la Narcisa Puta (que trabaja en el bar). Ambas son distintas y son una.
Aquí lo grandioso es la tonada, su misma prosa: veloz como lo es el Puerto Principal. Con un lenguaje guayaquileño en extremo. “Juro que no entiendo (…) Verán, adú es amigo y también parcero y pana y yunta, cuatro palabras para una sola cosa (…) Es otra lengua, (…) para hacer el amor que ellos llaman tirar, papear, encamar, fusiliquear, estirarse, acostarse, pegar un polvo, janguear, dos palos, un chingue con estilo…”.
Ambas novelas son merecidamente parte del canon, obras que hay que leer, imprescindibles, las que fortalecieron una tradición y dieron, a la vez, un paso adelante.