Esa ruralidad que era Cumbayá hace poco más de 50 años le significó a Miguel Betancourt su primer contacto con los materiales y las imágenes de su pintura. Patios, potreros y tapias, ciscos y otros carbones se le abrían como un texto natural… en ese texto, el capítulo cimero se escribía con la presencia del Ilaló.
Ahora, en una de las salas de la Casa de la Cultura donde se expone su obra, se lo ve rodeado de los colores que se extienden desde sus cuadros para poblar el aire de la tarde. Con palabra suelta se deja llevar por la memoria para trazar el camino de su arte, de sus viajes y de sus búsquedas.
La acuarela y su transparencia le dibujaron el umbral de entrada a los reinos de la pintura. Pueblos y parques fueron sus primeros modelos, desde allí creció con la luz que dieron a su oficio las referencias del gran arte occidental, y con el uso y la relación de otros materiales, ya no solo orgánicos, sino industriales y basurales (siempre ha buscado dejar una ventana en la composición, para que se evidencie el soporte sobre el cual ha trabajado). Ahora- dice – ya no va a los lugares, más bien se entrega a pintar los paisajes internos, esos que parten del recuerdo y que en los procesos mentales se matizan de utopía, es una síntesis… El pintor recuerda a Gauguin, a sus consejos.
Otra ciudad también habría de ser definitiva en su trajinar pictórico: Londres. En el 88, la capital inglesa le recibió con su contingente gótico, con una ausencia de color, con el intenso expresionismo de Bacon. Entonces, se situó entre la tensión y el justo medio, en su paleta caían el colorido de los textiles andinos, las tonalidades de las flores tropicales, pero también los pardos y azules de la atmósfera londinense. Asimismo, en él persistía una pintura telúrica, atada a la naturaleza de sus primeros años, que se conjugaba con prácticas modernas, con el minimalismo, con la dispersión de la pintura sobre el lienzo, el cartón o el cáñamo.
Su técnica también se marcó por el contacto que tuvo a finales de los 70 con la cultura y el arte estadounidense. Un intercambio de estudios, tras el colegio, le llevó a EE.UU. En Ecuador lo más fuerte en cuanto a la plástica era Guayasamín y Kingman, también la ruptura del grupo VAN contra esos modelos socializantes del arte. Allá, en cambio, se contagió de las propuestas de Pollock, de Rauschenberg, de De Kooning.
90 piezas se exponen en la CCE. El conjunto da cuenta de las series en las que se ha clasificado el trabajo de Betancourt; allí se exhiben sus ‘Ventanas traslúcidas’, sus ‘Árboles’, sus ‘Arquitecturas’ y sus ‘ Personas y postales’.
¿Qué le significan a Miguel los árboles, que tanto y de tantos colores pinta? El artista halla en el árbol a su primer hermano espiritual, en los días de soledades infantiles se rodeaba de ellos y dialogaba con sus troncos y follajes. En la mañana, ve al árbol como un ente protector; en la noche, como un ser fantasmagórico. Además cree que el árbol es el inspirador de las catedrales góticas: son los juegos de luz, la altura, los cantos.
En cuanto a las arquitecturas, al ver los cuadros se halla cierta predilección por las construcciones de piedra y campanario. Betancourt lo explica desde dos vertientes: lo precolombino y lo hispánico. Lo primero – dice – por el contenido simbólico y lo luminoso de los templos incas, espacios para pensar e imaginar. Lo segundo, en cambio, le remite al Quito colonial, a dos monumentos importantes para su creación artística: el frontispicio barroco de la iglesia de la Compañía de Jesús y la plaza de San Francisco, cuya área es luz y piedra y luz.
Esas imágenes presentes en la realidad son visionadas por el pintor; ya en el lienzo se traducen y se reflejan en geometrías. Figuras que parten de lo sensorial. Ahí está el triángulo, figura de equilibrio, que vuelve a ser el volcán Ilaló y la copa de los árboles; también está el círculo, figura total, que es un elemento ancestral por ser el sol y la luna, por encerrar tiempo y espacio.
Pero esa preocupación por lo ancestral se manifiesta también en las Venus de Valdivia, arqueología milenaria, que pinta sobre textiles ásperos con tonos de arena y ceniza. “No soy historiador, soy pintor” se apresura a comentar; pero sus cuadros transmiten aires de Historia y de Literatura.
Con esta última, Betancourt se vinculó académicamente: estudió letras en la Católica, no con el afán de ser escritor, sino más bien para comprender a través de los libros las cosas del arte. Además, hay un hermanamiento entre su pintura y la poesía, tanto por ubicarla en el vaivén entre la realidad y la abstracción, como por la posibilidad de insuflar sugerencias en el lector-observador, para que sea este quien termine la obra. Y así también su pintura es festiva, convida al goce de la naturaleza y a la contemplación de la poesía.
El artista y la muestra
‘Colores y texturas’ se exhibe en las salas Miguel de Santiago, Eduardo Kingman y Oswaldo Guayasamín de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, hasta el 30 de noviembre.
Miguel Betancourt nació en Cumbayá, Quito, en 1958. Se formó en Ecuador, EE.UU. y Londres.
Obtuvo el Premio Pollock-Krasner y dos pinturas suyas integran la pinacoteca de la Organización de las Naciones Unidas, en Viena y Ginebra.