Entre tonos cobrizos y colores andinos se pinta una sensación de tierra. Desde la materia y las texturas se elevan rostros femeninos y lunas. Las joyas y las frutas brillan. Los signos prehispánicos se aúnan con la simbología cristiana occidental. Así se configura el universo pictórico de Jorge Perugachy. Un universo que ha sido cotizado por un público específico y que más que una experimentación en sus formas se ha volcado hacia la redundancia en ellas, acaso como camino hacia la excelencia del estilo.
El pintor nació en Otavalo (1954) y el ‘Taita’ Imbabura, monte tutelar de la región, sería desde entonces imagen y sitio referencial para su existencia. Cuando a Perugachy le falta el aire y necesita renovarse vuelve a la naturaleza para entregarse a ella, vuelve al reflejo en el lago San Pablo, vuelve al verdor y el frío, vuelve a la luz, a la tierra.
De ahí también el trabajo con el color y la textura que compone los 109 cuadros que cuelgan en los muros de las salas Eduardo Kingman, Oswaldo Guayasamín y Miguel de Santiago, de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en una muestra que se abre esta noche, a las 19:00. ‘La magia del barroco’ se ha denominado a este recorrido desde los motivos que ligan al pintor con su terruño, hasta las series de Ausencias o las Vírgenes del sol, pasando por un Quito que se erige baños de luz lunar.
El poeta Julio Pazos, también apreciador de arte, se refiere a Perugachy como un pintor que explora una sola propuesta desde distintos ángulos, tal vez buscando el perfeccionamiento de las formas, del estilo, lo que podría definir la impresión de que su arte se repite. Hay – dice Pazos – una temática de carácter ancestral con elementos imaginativos, telúricos y astrales, en relación con el ‘realismo mágico’.
La luna, con su simbolismo ancestral, es un elemento más en la relación – fijación que Perugachy ha entablado con la mujer como sujeto de su pintura. “Para mí es el génesis de la existencia humana”, dice el pintor. Un gesto es reiterativo en la expresión de todos los rostros pintados por Perugachy, aquel que hace de la melancolía un sentimiento común para todo el género; pareciera que el pintor se guía por un molde para calcar esos rasgos. Sin embargo, si antes los ojos estaban cerrados, ahora los retrata abiertos.
En relación con esa fijación del pintor para con la mujer está también la Virgen, mujer adornada con grafismos prehispánicos y con aves y maíces de oro. Perugachy es un ser espiritual, “un cristiano convencido”, que no duda al hablar de Dios como intercesor en su arte. Como tal no puede escapar del sincretismo que lo identifica, tanto como identifica a las celebraciones de San Juan con la festividad del solsticio. Así también, conjuga en su pensamiento las citas bíblicas con los preceptos de la cosmovisión quichua: el no mentir, no robar y no ser ocioso.
Pero lo indígena en la obra de Perugachy no se atrinchera en la denuncia, en el folclor o en un sinsabor paternalista, se trata desde la riqueza de sus formas y sus esencias. Si en sus pinturas de Otavalo el ser humano aparece sin rostro, desdibujado con goteos e intensas líneas de color; luego las caras adquieren detalle, una voluptuosidad que se delimita con un trazo negro que da forma a los rasgos. Pazos apunta que sus texturas se relacionan con la monumentalidad prehispánica
A pesar de un estilo reconocible y que da pie para pensar en una fórmula carente de innovación, Perugachy dice seguir en la búsqueda de lenguajes manteniendo el dibujo como la base de su técnica. Los busca con la paleta y en su taller, pues no sale mucho.