La literatura es una calle más de Quito

La Ronda bohemia.  Los cafés de esta callecita del Centro Histórica fueron frecuentados por los poetas de inicios del siglo XX.

La Ronda bohemia. Los cafés de esta callecita del Centro Histórica fueron frecuentados por los poetas de inicios del siglo XX.

De letras escritas en las oficinas de la Casa de la Cultura, por autores que buscaban robarle un par de horas a la gris burocracia; y de palabras dichas con el sabor popular en las escalinatas de templos por poetas de la ‘lleca’. De historias que retratan la transformación de villa colonial en urbe moderna; y de textos que alucinan con las geografías interiores de sus habitantes. De eso y de memoria, fantasía, nostalgia, violencia, se hace la literatura que de Quito habla y que de Quito es; no con afanes localistas, sino mediante relaciones íntimas de sentimientos universales.
La ciudad como personaje, como tema, como espacio, como testigo, más que imagen, esencia de un discurso en construcción. Así es el Quito que existe entre las páginas de múltiples poesías y narrativas, mapas de sensaciones y experiencias, a través de las cuales se puede recorrer la urbe, y esa, su historia no oficial.

Una guía reciente para hacerlo, sería la antología ‘Te cuento Quito’ que, con la coordinación de Alicia Ortega, compila relatos de una treintena de autores, no solo de Quito, sino de diferente procedencia, como para mostrar también las diversas latitudes que confluyen en los 13 minutos que separan a la franciscana ciudad del paralelo cero. También hay distintas generaciones y distintos estilos. Desde la larga y destrozada nariz del ‘vicioso’ Ramírez, escrito por Palacio o la lustrosa navaja que raspaba en una barbería de la Plaza del Teatro, descrita por Humberto Salvador, el volumen trae formas y enfoques de vivir y mirar a Quito.

Los relatos se arman de imágenes y experiencias que van mutando, como muta la urbe. Si el Centro es espacio de memoria y romance, el norte es descarnada representación de la modernidad. En la ciudad están esas casonas de columnas, patios y portones, y las avenidas que hieren de pavimento lo que antes fue floresta. Entonces, por sobre las cúpulas coloniales vuela el ángel del recuerdo, pero, por sobre los edificios de concreto, pasa el avión, la inmediatez, el cambio .

Lo mismo pasa con los personajes; hay una evocación al monje que retrataba a Santa Marianita, manchando con el pincel ese amor que el hábito y la castidad le negaban; y está también una carta inconclusa a La Torera, desde Barcelona. También el chulla de las 24 000 palabras trasponiendo calles hasta llegar a sus compromisos; y los jóvenes rendidos ante el amor o el desdén.

Y el lector juega a reconocer los espacios, a compararlos desde su mirada, a ficcionarlos también con su recuerdo y su vivencia.
Eso en cuanto al Quito, universo literario. Pero Quito también es el de los murcielagarios, donde los poetas se reunían en veladas de bohemia para hacer de sus amores un cuento, de sus anhelos un poema, de sus conversaciones un ensayo, de su vida un teatro. Hace poco, el crítico Enrique Ojeda, recordaba una anécdota de Jorge Carrera Andrade: El vate tras ser expulsado de los aposentos de su Mademoiselle Satán anduvo, descalzo y en pijamas, bajo el manto de la noche; llegó a la casa de su padre, quien al verlo en esas fachas le dejó el portazo estampado en la nariz. Solo con la madrugada se acercó a la cantina donde estaban sus colegas escritores y al sonido del fonógrafo abrigó su pecho con versos y tragos.

Y esa tradición, la de los murcielagarios, perdura. Lo hizo en los 60, tiernos e insolentes, cuando a la cultura le cayó el tzantzismo, que en el Café 77 se mostraba con performances irreverentes y una literatura de combate y desencanto. Lo hace estos días, con los poetastros que se reúnen a leer sus textos, vertiginosos, transgresores, urbanos y cotidianos en los bares, para luego dar caminatas y tumbos, por las veredas de La Mariscal, por la bajada de Guápulo, por las callecitas de La Floresta. Lanzamientos de libros, recitales, exposiciones pictóricas y homenajes son naturaleza y pretexto de ese movimiento que pone a los autores en encendidas jornadas, que concluyen en cuerpos deshechos intentando escribir y escribirse en Quito. Ese Quito, cuyas calles se abren como letras al transeúnte que por ellas anda.

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