Las trampas de la palabra para el ‘Yo’

Para el mito y para la poesía, el individuo está lleno de voces que se dicen y se contradicen. Foto: EL COMERCIO
Para muchos, el Yo se parece al amor referido por Platón en El Banquete: es solo carencia, nada tiene, es pura negatividad: sin ser bello, busca la belleza, siendo pobre, aspira a la riqueza, sin ser bueno, está ávido de bondad, sin ser alegre, se devana tras de la alegría.
Así es el Yo: todo lo desea, todo le falta; es un nudo de oquedades que se mantiene íntegro con dificultad, se rompe con frecuencia y cuyos vacíos y fracturas duelen; debemos, pues, llenarlos. De cómo y con qué colmemos esos huecos que nos constituyen dependerán los avatares
de nuestra existencia.
La psicología seria y los libros de autoayuda lo tienen claro y coinciden en considerar al Yo como ese cántaro de cántaros vacuos, descrito en los párrafos anteriores.
Para la primera, los traumas vividos y las fuerzas ciegas que nos arrastran serán responsables de la materia con la cual llenemos esos huecos del Yo; para los gurús de la autoayuda, seremos capaces de llenarnos con asertividad proactiva, actuar eficientemente en el mundo y ser ricos y felices si acatamos sus consejos obvios y ponemos en práctica sus ejercicios: obedecer al coach emocional, renunciar a la procrastinación…
Hubo y hay otras maneras, menos palmarias, de concebir al Yo: Según cuenta Louis Pawels, G.I. Gurdjieff, mago y maestro esotérico en la Europa de la primera mitad del siglo XX, les imponía a sus discípulos una serie de ejercicios de cálculo mental, atención y privación de sueño, esa dura disciplina pretendía hacer nacer en ellos un Yo trascendente, “un gran Yo, tras de los mil pequeños yo agitados, identificados, aspirados”.
En esos esfuerzos, según Pawels, los seguidores Gurdjieff se alienaban al punto de terminar desequilibrados psicológicamente: era el precio por anular esos yo accidentales, mínimos (yo que recuerdo mis pesares, yo que me rasco un brazo, yo que miro a través de la ventana…), esa multiplicidad que nos constituye
Tanto el mito, como la poesía, a lo largo de los siglos, se han enfrentado a ese rebullicio que Gurdjieff trataba de acallar, ambos lo han hecho susurrando bellas palabras sagradas.
A lo largo y ancho del mundo, en las antiguas religiones, abundan los seres de múltiples cabezas y de muchos miembros. En la india meridional, hay divinidades con tres piernas o con cuatro brazos, como Kali; en Japón, en el templo Kogen-jij, se adora a un dios de once cabezas; en los Andes, el Diablo Uma tiene dos caras coronadas por una cresta de doce cuernos. Hasta el mito cristiano nos habla de un ser supremo con tres cabezas, trino y uno: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo…
En la poesía, las imaginaciones del Yo están próximas a esa multiplicidad propia del mito: Walt Whitman inicia su Hojas de Hierba exclamando: “Canto al yo, persona simple, separada… / La fisiología, de la cabeza a los pies, yo canto (…) Yo, imperturbable, descansando en medio de la Naturaleza,/ Señor de todo o señora de todo, vertical en medio de lascosas inanimadas”.
Luego, el Yo del poderoso poeta estadounidense le canta al cuerpo eléctrico que lo constituye. En otros versos de su libro, afirma: “Yo soy aquel a quien atormenta el deseo amoroso o se solaza en sí mismo cantando”.
Ni para el mito, ni para la poesía somos atados de huecos; somos, para esas poderosas y antiguas visiones de la vida, seres llenos de voces que dicen y se contradicen, capaces de cantar y de gruñir al mismo tiempo, voces que se afirman con sus palabras o conmueven a la vida profunda con sus gritos; somos voces capaces de susurrar verdades o de reír las mayores mentiras jamás contadas, las más luminosas o las más absurdas
Por eso al Yo, más que atenderlo con psicoterapias o amaestrarlo con ejercicios de voluntad, hemos de tenderle trampas verbales: encantarle con canciones dulces, proponerle acertijos y contarle enigmas.
Para alentar al Yo, debemos seducirlo con largas historias cuyos finales se encadenen con nuevos inicios intrigantes y hechizarlo con sortilegios que tintineen como esas cuentas de vidrio colgadas de los alféizares de las ventanas y movidas por el viento.