Jorge Martillo es el cronista de las irrelevancias necesarias. En las crónicas que integran su último libro, ‘Guayaquil de mis desvaríos’ (2013), su ojo rastreador le dedica parrafadas hasta al ordinario momento en que los autos se detienen ante un semáforo en rojo. Con curiosidad de roedor, enlista los números circenses que se ejecutan durante ese minuto de pausa: “los cigarrilleros pregonan, los limpiaparabrisas lustran, los mutilados imploran, los canillitas vocean, los vigilantes de tránsito tranzan, los rateritos arranchan, los policías ignoran, los yerberos prenden, las mini falderas cruzan, los donjuanes piropean”.
Detalles ‘irrelevantes’ para un contexto periodístico que ha priorizado lo macro sobre lo micro, lo general sobre lo particular; pero pormenores necesarísimos para la documentación histórica de la ciudad.
En una de sus crónicas -al estilo de ‘Rebelión en la Granja’, de Orwell– personifica como animales a los diferentes grupos humanos que conviven en Guayaquil. Teje una gran metáfora con bagres, conejos, ballenas, chanchos y buitres, según el caso. Convierte a Guayaquil en una fauna urbana compleja.
Y decidió clasificarla por horas en una crónica. Describe al Guayaquil mañanero y su “sol con su melena de fuego y aliento candente”, a la ciudad que “está desperezándose como una gata que ha tenido sexo toda la noche”. Pero también al Guayaquil del atardecer, el de los sánduches de chancho, el de “los refresqueros que ofrecen agua de colores con hielo”. Y cómo no, la ciudad la nocturna, la de los “cangrejos rojos, patas gordas y tenazas capaces de mutilar nuestras tristezas”, la que consume “espuma de cerveza que escapa de los frascos como furiosas olas de mar”, la de “las parejas enamoradas que son volcanes en erupción”.
Martillo elabora postales costumbristas. De hecho, una porción del libro la consagra a ciertos ‘guayaquileñismos’. Propone un glosario localista y desmenuza los significados de ciertas expresiones como “corazón de pollo”(alusión a las personas muy sentimentales) o “tener uña larga” (ser aficionado al hurto). Así, se embarca en la misma línea de cronistas que, en su tiempo, también han repensado el pintoresco argot local. En su tiempo lo hicieron José Antonio Campos, Modesto Chávez Franco o Rodolfo Pérez Pimentel, y también lo hizo la literatura de los años 30.
En dos textos extensos, que se ajustan al género del reportaje, Martillo elabora sobre los que son, quizás, los dos personajes más importantes de la ‘mitología’ de artistas guayaquileños: Julio Jaramillo y Medardo Ángel Silva. Dos seres en cuyas vidas, a estas alturas, resulta complejo separar lo real de lo novelesco.
Sobre Silva, el autor del libro incorpora documentos valiosísimos como la entrevista que, en septiembre de 1977, se le hizo a Rosa Amada Villegas (quien fue novia del poeta) y la declaración judicial que hizo la madre de Medardo tras la muerte de su hijo. Para desmentir tanta farsa que se ha tejido en torno a la vida de ‘JJ’, Martillo también ensayó un texto en primera persona en el que, con datos reales, interpreta el papel de Jaramillo.
El cronista también le da espacio al hallazgo accidental, predispone su oído al instante en que los cables telefónicos se cruzan y se desarrollan conversaciones ajenas. Detiene su mirada sobre el supersticioso, el que consume la lotería cada miércoles y vive sentenciando con lujurioso optimismo: “La próxima será la vencida”. Guayaquil, la de los desvaríos de Martillo, lo ha obligado en este libro a hacer una declaración pública de amor.
Sobre el cronista
- Jorge Martillo Monserrate. Nació en Guayaquil en 1957. Siendo adolescente fue parte del taller literario guayaquileño Sicoseo. Ha colaborado en medios impresos, como cronista, desde mediados de los años 70; escribe poesía.