En los cuadros hay estallido, dolor, sangre, desolación, hambre; pero también silencio, blancura y la “utopía de la paz”, como considera su autor, el pintor ecuatoriano Oswaldo Viteri (1931), cuya serie ‘Los desastres de las guerras’ se exhibe hasta el 30 de julio, en la sala Joaquín Pinto, de la CCE.
Cuerpos desgarrados, despojos del ser humano cuelgan en los muros de la sala; pero lejos, en el flanco nororiental de Quito, se abre la casa del maestro, un museo rodeado de arboleda. Viteri nos recibe con el paso lento de sus 80 años, pero con la generosidad y la amistad que solo ofrecen los agradecidos con la vida. En el ático de la casa se ubica el taller, sus pinturas, las piezas arqueológicas, el arte colonial y los libros hallan un rincón en ese mundo.
El maestro se sienta para decir que inició‘Los desastres de las guerras’ en el 2003 y que hasta hoy sigue trabajando la serie. El motivante fue la guerra de Iraq, pero tras las pinturas se esconden experiencias personales: La guerra del Socavón (1947) y el terremoto de Ambato (1949). “Tuve en mis manos piernas y brazos destrozados por las balas: sangres, heridas, músculos como rosas”, dice Viteri, ya pintando colores e imágenes en su mente. Aquí no hay demagogia ni invento, sino vivencia, cruel y desgarradora.
A su parecer, la guerra es inherente al ser humano. Si investigadores concluyeron que en 3 000 años de cultura solo ha habido 13 días de paz, él no halla ninguno. Ni siquiera cuando pinta hay paz, si el combate bélico se muestra en los cuadros, la tensión y el conflicto creador abrazan al pintor con el lienzo. De ahí ese brochazo vigoroso, intenso, que traza el feísmo de los cuerpos y la masacre, con la libertad que le da el óleo.
La guerra es un conflicto social, pero Viteri piensa además en el rol del individuo, de la mujer violada, del niño hambriento, del hombre expatriado. El soldado muerto adquiere la presencia de un Cristo, por el martirio sufrido. En los cuadros, está crucificado sobre los brazos de sus semejantes o yacente, como en las esculturas religiosas del barroco quiteño.
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El individuo también está en la desnudez, debe ser la desnudez porque “el vestido es una cosa que está por fuera de lo más puro que es el cuerpo humano; cubrir el cuerpo es cubrir el alma”, dice.
La muestra, desde su mismo nombre, es una referencia, un homenaje a los grabados del pintor español Francisco de Goya.Ya hubo un embajador que calificó a Viteri como “continuador de la tradición pictórica de Goya”. La esencia del de Fuendetodos, trasciende nombres y admiraciones, respira en el trazo de Viteri.
Cuenta el maestro la experiencia de pintar bajo el influjo de la música: rojos y negros salieron mientras escuchaba la Sinfonía de Cámara, de Shostakóvich, la oyó bajo la batuta del suizo Emmanuel Siffert, su amigo. Y si la música despierta su genio creativo, también lo hacen las letras, la poesía de Ginsberg y Borges, de Vallejo y Gangotena. También nace su arte del estudio de la tradición y el folclor: lecturas de historia y antropología, recorridos por la Serranía, décadas atrás, con Paulo de Carvalho Neto.
Reflexivo, el maestro confiesa que con sus años piensa en torno a la muerte, pero lo hace con la guía de las filosofías orientales, del zen. Entonces toma un papel en blanco, donde esboza el yin yang y declara: “Es una cuestión dialéctica. En la vida está la muerte y en la muerte, la vida” .
En el camino de la conversación se nota que Viteri deja atrás a los cadáveres y las fosas comunes, para pescar la alegría de entre el aire, pues tocamos un tema, una pasión: la tauromaquia. Ya ‘Los desastres de las guerras’ quedan para el ojo del visitante; ahora Viteri, el maestro, habla de Ortega Cano, Dominguín y Antonio Ordóñez. Recuerda y sonríe, disfruta como lo habrá hecho ante esa primera corrida, ante el toro encolchado de su infancia.