En bata y chanclas, atravesando los angostos espacios que dejan libres los cientos de libros apretujados por toda la casa, Fernando Savater abre la puerta con una sonrisa y pide un momento para ponerse “las gafas de ver personas”. Entonces se coloca unos anteojos de armazón café, avanza unos pasos con “andares de pato mareado”, como él mismo describe, y se sienta de espaldas al balcón que esta mañana de primavera deja entrar un sol perezoso al departamento situado en un octavo piso, en el “aburguesado” barrio de Salamanca.
Llegó a Madrid al inicio de su adolescencia, cuando sus padres decidieron cambiar San Sebastián, en el País Vasco, por la capital española. La dictadura de Francisco Franco estaba en su apogeo y Savater, hijo de notario, “igual que los padres de Salvador Dalí, Julio Verne y Voltaire”, estudiaba en el también aburguesado Colegio del Pilar, donde sus compañeros lo molestaban gritándole “gorila”. “No sólo por mis grandes orejas despegadas del cráneo o mi fealdad”, cuenta, “sino por todo un conjunto inocultable de rarezas combinadas: los extraños movimientos hacia atrás y en círculos que hago involuntariamente con la cabeza, mi forma de andar levemente espástica y nerviosa, mi ojo bizco y, sobre todo, mi tendencia pueril a lanzar largas peroratas histriónicas con voz tonante y palabras rebuscadas”.
El escritor Fernando Fernández-Savater Martín se ríe cuando habla de sí mismo. En realidad, su sentido del humor permea prácticamente todos los temas de los que habla y las situaciones a las que se enfrenta. “Soy incapaz de escribir sin humor”, sostiene.
—¿Cuándo lo ha intentado y no lo ha conseguido?
—Vamos a ver… Tienes razón: ¡nunca lo he intentado! Es que me sale naturalmente. Incluso en artículos, incluso en necrológicas. Sobre todo, porque los chistes no son sólo para reír. Son como una perspectiva. Para mí el humor es una perspectiva. Mi paisano Miguel de Unamuno decía que tenía un sentimiento trágico de la vida. Yo, en cambio, tengo un sentimiento cómico de la vida. Inevitablemente. Esto no quiere decir que no vea la tragedia, sino que la veo desde el punto de vista cómico. No pretendo escribir libros humorísticos, pero me salen. Por ejemplo, cuando escribí mi autobiografía (Mira por dónde, Taurus, 2003) escribí muchos pasajes con melancolía, hasta llorando. Pero los que la leyeron me decían: “Ah, ¡cómo me he reído!” Me pasa así. Es mi estilo. Para mí el humor no es un punto de llegada, sino el instrumento que utilizo para escribir. Mi nueva novela, Los invitados de la princesa (Espasa, 2012), no es un libro humorístico. Es un libro con humor. No es que yo pretenda que al final el lector se ría mucho. No. Pero sí que las reflexiones a las que haya llegado estén teñidas de humor.
A la presidenta de Santa Clara le dicen “La princesa”. Un día se propone convertir a su pequeña república insular, más conocida por su “importancia gastronómica”, en “la principal referencia cultural del mundo”. Así que decide invitar a varios escritores y artistas para celebrar un “Festín de la Cultura”, pero justo cuando todo está a punto de comenzar, el volcán Irineo expulsa una enorme nube de cenizas. Por eso cierran el aeropuerto y los invitados se quedan atrapados en la isla. Además, por si esto no fuera suficiente, el grupo terrorista IRENE lanza una amenaza que obliga a la policía a adoptar mediadas de seguridad extraordinarias. Un joven periodista, Xabi Mendia, enviado especial de Mundo Vasco, retrata la situación y escucha las historias que le cuentan reputados académicos y escritores. Son historias llenas de ironía, humor, pasión, terror y fantasía que, al mismo tiempo, dejan ver de qué está hecho el “mundillo intelectual”.
Con Los invitados de la princesa, Fernando Savater ganó hace unas semanas el Premio Primavera de Novela y dice en forma rotunda que se trata del libro que más ha disfrutado escribir. “Entre una cosa y otra tardé dos años en llegar al punto final. ¡Y ha sido una gozada! Es que, la verdad, a mí me gusta más escribir ficción que ensayo”.
En más de 300 páginas, la crónica de estancia de Xabi Mendia se intercala con relatos breves, al estilo de Chaucer o de Boccaccio. Esta estructura obedece a que un escritor es antes, o quizá sobre todo, un lector. “En las novelas hay muchas partes que son de relleno. Muchas veces el capítulo 11 es sólo el que está entre el 10 y el 12 y tiene una simple función de crear una transición. Pero a mí me gusta que cada parte tenga una identidad por sí misma, un peso por sí misma. Por tanto, escribiendo de una manera sincopada, siento que cada parte tiene fuerza en sí misma y no hay partes de relleno. Como escritor, eso me compensa más. Y espero que a los lectores también”.
La historia surgió hace dos años cuando un volcán islandés, “de nombre impronunciable” (Eyjafjallajökull) paralizó el tráfico aéreo de Europa con una descomunal nube de ceniza. Fernando Savater estaba en un congreso literario muy cerca de Milán, Italia, y pasó 48 horas intentado volver a España hasta que él y unos conocidos pudieron alquilar un coche. “Esa sensación de sentirte atrapado con personas que apenas conoces y con las que tienes que convivir, me dio la idea para la novela. Por lo menos la idea para la estructura general”.
—¿Y para incluir en la trama a un grupo terrorista se inspiró en ETA? —le pregunto.
—Es curioso, fíjate que cuando yo escribí el libro todavía no se había dado el anuncio de alto al fuego de ETA. Cuando lo escribí, ETA estaba en activo, no había hecho el comunicado… Y… tal vez ahí me adelanté un poco en los acontecimientos, ¿no?
Savater ya no tiene escolta. Durante más de una década, amenazado de muerte por su pública y férrea oposición al terrorismo y al separatismo, los guardaespaldas lo custodiaban todos los días a todas horas. Tan sólo unos diez días antes de que ETA informara sus intenciones de abandonar la violencia, en octubre de 2011, gente del Ministerio del Interior le preguntó si quería seguir teniendo escolta. “Les dije que si ellos consideraban que ya no había peligro, pues no tenía por qué seguir teniendo escolta”.
Y entonces Savater recuperó uno de sus grandes placeres: pasear. “Yo nunca he tenido auto e iba a todas partes en transporte público o andando. En San Sebastián siempre andando. Pero con la escolta siempre tenía que ir en su auto porque ahí llevaban el inhibidor de explosivos y porque así ellos se sentían más seguros. Pero a mí eso me ponía muy nervioso. Y hasta me molestaba. Ahora, si no tengo tabaco, bajo y lo compro. Antes, sobre todo en el País Vasco, tenía que llamar a la gente para que me acompañara. Me parecía ridículo, por ejemplo, que para cruzar cuatro calles tenía que ir en coche. En cambio ahora ya voy andando y me pego grandes paseos… He tenido la suerte de llevarme muy bien con los escoltas. Incluso ahora ellos me llaman prácticamente todos los meses para ver cómo estoy y tal… En fin, hay amistad con ellos. Pero claro, los prefiero así, como amigos. Sin tener que aguantar su compañía forzosa todos los días”.
Nunca llames por teléfono a Fernando Savater entre las siete de la tarde y las nueve de la noche. Estará ocupado escribiendo, con un whisky y un puro, en su mesa de trabajo en donde tiene una pequeña figura de Voltaire y una foto de Lester Piggott, “uno de los mejores jockeys de toda la historia”.
Durante esas horas permanece rodeado, además, de anaqueles llenos libros. Los clásicos, las biografías, el teatro, la historia, los ensayos, las novelas, la fantasía, el terror, el cine, las ideas filosóficas, la hípica, los poemas… están descentrados, atravesados, empotrados, ¡apretujados!, para aprovechar el espacio al máximo. “Es un orden caótico”, reconoce. “Pero hay veces en que es mejor ir a comprar de nuevo un libro que buscarlo aquí”. Tan aprovechado está el espacio que entre los libros permanecen fotos, postales y muñequitos: dinosaurios, monstruos, criaturas extrañas de ojos saltones, superhéroes. Protagonistas de series animadas de televisión como Los Simpson o de películas como Toy Story. Incluso, hay algunas plantas. “Muchas de estas figurillas me las regalan. Pero también Sara, mi mujer, es muy aficionada. Varias están hechas por ella. Porque debes saber que los dos compartimos el gusto por las historias fantásticas y de terror”.
Para poder sentarse a escribir a las siete de la tarde, Fernando Savater tuvo que haber pasado toda la mañana leyendo los periódicos, recibiendo y haciendo llamadas telefónicas, respondiendo y enviando correos electrónicos, preparando alguna charla o presentación. Como se jubiló de la Universidad ya no tiene que ir a dar clase, “lo cual es un ahorro de tiempo bastante grande”, dice con gran satisfacción porque veía la docencia como un trabajo.
Y trabajar es algo que no va con él: “Siempre tuve el firme propósito de no trabajar. No trabajar significa cultivar la fidelidad a aquello que causa placer… y lograr rentabilizarlo. A fin de cuentas, acabé siendo un simple profesor de filosofía. No un creador ni un verdadero filósofo, como Spinoza o Nietzsche. En realidad, he sido algo menos que un profesor, porque nunca he formado parte más que accidental de la academia que me ha dado tanto tiempo de comer. No sé alemán ni griego, carezco de la imprescindible bibliografía, me aburren las tesis, las notas eruditas y soy incapaz de organizar un currículo como el rector manda. Y encima, lo único que verdaderamente me apasiona de la filosofía son las preguntas. Debería haberme leído todas las revistas de mi especialidad en lugar de tebeos o cuentos de fantasmas”.
El autor del libro Ética para Amador me cuenta que evita “trabajar” porque prefiere dedicarse a sus dos grandes pasiones: la escritura y las carreras de caballos.
Tenía cuatro años y su padre lo llevaba casi todos los domingos al hipódromo de San Sebastián. “Desde entonces, la hípica es la caprichosa obsesión de mi vida”. Para él, “caballo y jinete son la combinación perfecta”. Desde hace casi 40 años va con su hermano José Antonio al derby de Epsom, Inglaterra, quizá la competencia más importante de este deporte. “Sigo yendo al hipódromo porque el eje central de mi vida siguen siendo las carreras de caballos. Ahora bien, apuesto poco, ¿eh? Apostar forma parte del ritual de las carreas. Pero apuesto poco porque si no, no veo la carrera. Y a mí me gusta mucho verlas. Ahora, en youtube, me veo carreras de todo el mundo y las disfruto mucho. Pero cuando voy al hipódromo, parte de estar ahí es apostar”.
Ahora que es un “jubilao jubiloso” quiere apostar, en lo que se refiere a la escritura, más por la ficción que por el ensayo. “Yo siempre he tenido el sueño de escribir ficción. Y ahora puedo cumplir ese sueño. Me lo debo. Quisiera escribir otra novela. Pero espérate, ahora hay que vender esta. Y en los tiempos que corren es muy difícil. Es que presentar un libro de ensayo es relativamente fácil. Uno simplemente dice: yo lo que trato de defender es esta postura o esta tesis y la argumento. Pero una novela… nunca falta el que llega y te dice: “¿de qué trata?”. Pues, hombre, léala usted. Porque es casi imposible resumirla. La gracia es cómo se cuenta. Si resumes La montaña mágica de Thomas Mann diciendo que es la historia de un señor que fue a ver a un amigo a un sanatorio de tuberculosos y se quedó ahí, pues… claro, dicho así tiene poca gracia. Tienes que leer la novela. Además, ya lo ves en este momento: me cuesta mucho explicar lo que es una novela y, sobre todo, contestar a preguntas sobre los personajes de la novela. Pero me hacen ilusión estos retos”.
Quizá Savater busca escribir novelas para que su obra permanezca. Para él, a pesar de varias reediciones, la mayoría de sus libros “han sido fugaces y con fecha de caducidad”. “Hasta Shakespeare es fugaz, ya no digamos los que no somos Shakespeare”.
Ya instalado en la autocrítica, agrega: “Las cosas que me salen bien de golpe, son las cosas que hago mejor. Por eso soy mejor en artículos y cosas breves. Todo lo que exige perseverancia, antes o después, me canso. Así que me hace falta mucha paciencia. Es que me pongo a escribir algo y ya estoy dándole vueltas a lo siguiente. Creo que eso me bloquea un poco la posibilidad de escribir algo completamente bien. Tú sabes a lo que me refiero: en general, casi todos los libros te dejan muy insatisfecho respecto a lo que tú querías hacer. Hay gente a la que le parecen bien, pero tú tenías otra cosa en la cabeza y dices: esto pudo haber quedado mucho mejor. Y hay un poco de frustración. Hay libros que en su momento me parecieron buenos y luego ya no”.
Savater tiene una amplia colección de gafas con las que se deshace de la miopía y la solemnidad. Tiene azules, rojas, moradas, negras, grises, marrones, anaranjadas… cuadradas, redondas, rectangulares, ovaladas… Grandes y pequeñas. “Ya que hay que llevar gafas… pues me divierte tener muchas. La verdad es que la pluralidad de gafas empezó por una casualidad. Una vez, estando en Venecia… Bueno, ya sabes que en Venecia de vez en cuando llega lo que llaman una ‘acqua alta’. Entonces llegó un aguacero, una ‘acqua alta’, y tuvimos que refugiarnos en una tienda. Y la tienda era una óptica de Danilo Carrá, un diseñador radicado ahí en Venecia. Bueno, estábamos ahí, el agua no bajaba y a mí me dio un poco de vergüenza estar tanto tiempo dentro y… me compré unas gafas. Sólo para justificar el que estábamos ahí metidos. Pero luego se convirtió en un ritual: cada vez que iba a Venecia me compraba unas gafas en Danilo Carral. Y amigos que pasaban por ahí me comparaban unas gafas. Ahora tengo muchas, no todas de Danilo Carral. Pero, te digo, ya que tienes que llevar gafas… Yo ya no puedo prescindir de ellas. Te ofrecen operaciones de los ojos. Pero las gafas ya forman parte de mi look. Trato de que sean gafas divertidas. Es que pareciera que los hombres estamos condenados a vestir de manera muy aburrida. Las mujeres pueden permitirse extravagancias, pero parece que los hombres desmerecemos si vamos con toques divertidos”.
Detrás de esas gafas, Savater tradujo la obra del francés Émile Michel Cioran. Durante mucho tiempo iba a visitarlo a París y al final de sus largas charlas, Cioran le reclamaba: “Ay, usted siempre tan optimista”. “Él consideraba que yo era incapaz de ser pesimista. Pero no. Hay razones objetivas para ser pesimista, como lo vemos ahora con la situación actual de la economía española. Eso es algo objetivo. Pero un día se arreglará, digo yo. No hay que ser pesimistas ante todo. La idea de que hemos nacido rodeados de males y hemos de morir rodeados de males, yo la tengo absolutamente clara, pero mi optimismo dice: quizá los primeros males no sean los mismos que los segundos. Lo que pasa es que no tengo una actitud lúgubre, no soy fúnebre”.
Cuando Fernando Savater termina de pronunciar la palabra “fúnebre”, como si fuera un efecto especial para su alocución, suena su iPhone con un “ringtone panteo nero”. Sonríe y contesta. Apenas tarda unos segundos hablando porque se trata de una operadora que ofrece “nuevas ventajas en su contrato telefónico”.
—Ah, no. Ahora no —dice Savater. Y cuelga.
Antes de acompañar al visitante a la puerta y de acomodar con el pie derecho un tapete de bandera pirata (calavera y huesos), Savater lanza con emoción:
—Yo quisiera que mis libros fueran un entretenimiento inteligente. Nunca he entendido a la gente que dice: “esta es una tontería, pero es muy divertido”. A mí las tonterías no me divierten. Mi mayor reproche a los tontos es que son aburridísimos, previsibles, repetitivos. Bueno, no tiene nada de malo que un libro sea divertido. Pero quiero que te divierta sin humillar tu inteligencia
HOJA DE VIDA
Fernando Savater
Nació en San Sebastián, España, el 21 de junio de 1947.
Estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó como profesor de Ciencias Políticas y de Filosofía de la Universidad Autónoma, de donde fue apartado de la docencia en 1971 por razones políticas.