Cuando Charles Dickens escribió: “El primer rayo de luz que hiere la penumbra y convierte en claridad ofuscante las tinieblas que parecían envolver los primeros tiempos de la vida pública del inmortal Pickwick…”, daba un giro trascendental a su vida. Con esas primeras líneas de ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’, el autor británico dejaba de ser un periodista mal pagado y se levantaba como el novelista más destacado de la Inglaterra victoriana y, claro, una de las mayores plumas universales: un clásico.
Entonces contaba con 24 años y el escritor, de quien hoy se recuerda el bicentenario de su nacimiento (7 de febrero del 1812), tenía en su ser y su memoria las duras experiencias en las que se halló envuelto desde su infancia. El olor del betún de calzado definió su niñez, pues en una fábrica de este material empezó a trabajar mientras su padre se aferraba a los barrotes de su celda, detenido por deudas económicas.
Esa Londres de factorías y de chimeneas humeantes, de callejones grises y horizontes patéticos, esa Londres tan cercana para Dickens, se configuraría en su posterior escritura como el espacio adecuado para tratar los claroscuros de la existencia y la pérdida de la inocencia. Muchas de sus novelas llevan una huella autobiográfica, así que es sencillo hallar pasajes de su vida en ‘David Copperfield’, ‘La pequeña Dorrit’ o ‘Nicholas Nickleby’.
Años después, el olor de betún daría paso al del papel y la tinta. A los 16 se hizo reportero del Doctor’s Commons y del True Sun. Luego fue cronista del Morning Chronicle, en este período cuajaron las primeras entregas de ‘Los papales póstumos del Club Pickwick’, que si bien no ha alcanzado el reconocimiento de otros textos como ‘Canción de Navidad’, ‘Oliver Twist’ o ‘Historia de dos ciudades’, sí fue el escrito donde las observaciones del autor acerca de la naturaleza humana sentaron las bases del universo ‘dickensiano’. Esta primera novela asume las características de un relato de aventuras, pero con una mirada llena de humor sobre el rol de los filántropos.
En la obra de Dickens, la sátira permite la expresión de sus posturas sobre la aristocracia y el esnobismo. La crítica social apuntaba a la extrema pobreza y a la estratificación de la sociedad victoriana. Sin embargo, sus personajes se mostraban siempre idealizados y sus sentimientos altos y nobles contrastaban con las realidades terribles que atravesaban las narraciones.
Los giros en las historias y la aparición de tramas paralelas dentro de los relatos de Dickens, responden al hecho de que las novelas, antes de aparecer como libros, se publicasen por entregas semanales o mensuales, en periódicos y revistas. Esta lógica de publicación es similar a lo que sucede actualmente con los guiones de las telenovelas; es decir, la trama se continúa según el interés y la expectativa de los receptores.
Sin embargo, la escritura dickensiana también generó críticas desde otros escritores, entre ellos Oscar Wilde o Chesterton. Hay quienes han hallado errores de redacción en las narraciones y una inverosimilitud en las coindidencias que son parte de las tramas. Pero, nadie ha podido objetar las cualidades de Dickens al expresar los conflictos y las sensaciones de una época.
Si el autor tuvo una infancia dura, sus últimos años los vivió en relativa prosperidad y con el reconocimiento de la sociedad inglesa, dada la popularidad de sus relatos (vale apuntar que de ‘David Copperfield se vendieron 100 000 ejemplares). Pero esa misma sociedad se levantó en un grito de escándalo cuando el novelista decidió separase legalmente de Catherine Thompson, con quien procreó 10 hijos, para volcarse enamorado a los brazos de la actriz Ellen Ternan. Más allá de esos roces, Charles Dickens dejó un enorme legado para la cultura mundial, tanto así que sus escritos han sido adaptados al cine en varias ocasiones.