En el taller hay desorden y caos, pero también luz. La luz que entra por la ventana para iluminar a dos orquídeas blancas de largos tallos y a los borbotones de agua que bañan a un Buda de piedra . Y está la luz que irradia desde su creatividad, Eduardo X. Arroyo (la X. – de Xavier – es necesaria para distinguirlo del pintor español homónimo, aunque para ello ya están su personalidad y su arte).
El artista quiteño abre la puerta y hay confianza, el ofrecimiento del café y del asiento; la familiaridad del amigo, aunque sea el primer trato. Es el mismo que en su mocedad estudió en Madrid, Perugia y París, empapándose de experiencias e imprimiéndose de visiones diversas; pero que en su devenir siempre estuvo más en contacto con su geografía interior, con esa que le lleva a pintar los paisajes del espíritu. Esas formas, hechas de mancha, color y líneas, esa expresión que no busca, sino que encuentra cuando consigue la comunicación física y metafí-sica con el papel, con el lienzo, con el material; cuando el arte le insufla, le completa.
“Necesito una comunicación con mi obra en el sentido de que mientras voy haciendo, la obra me está ayudando, me sugiere”, dice y él ofrece otro café.
Sin embargo es su arte, el tema del que le cuesta hablar, como para dejar en claro que la que dice algo es la obra y que para él es suficiente el acto creativo, ese proceso que lo ensimisma en su taller. Prefiere dar lectura a algunas palabras que Marco Antonio Rodríguez, presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, ha escrito en el catálogo de la muestra que exhibirá más de 100 piezas suyas, desde el jueves, en la CCE.
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Leer lo que otros han escrito sobre su obra no es un ejercicio de ego, pues no le importaría si lo escrito fuese negativo. En las palabras, Arroyo halla amor, la posibilidad de compartir lecturas y, siempre, la motivación, sea para continuar o para empezar de nuevo.
Eduardo X. Arroyo trabaja por series, por períodos no correspondientes con una temática -aclara- pues cada obra trata un tema. Pero sí, de pronto cambia no solo de expresión en su pintura, sino de técnica, de materiales. En el inicio de su camino artístico prefirió el blanco y negro, en el dibujo, la tinta, la plumilla, “fue un período largo”. Luego se volcó al color y a la experimentación. En esos ensayos juega con la tinta china y el agua destilada y ha llegado al punto de quemar controladamente una obra (Roraima, por ejemplo). Trabaja sus cuadros, uno por uno, con total dedicación. Eso lo hace en la soledad de su taller, en el silencio de su oficio, hasta agotar los materiales que tiene delante.
El taller está en plena urbe, pero la luz y el arte de Arroyo tiran más hacia la naturaleza; para él un árbol es un templo, como el prójimo es un templo, y quiere vivir entre árboles, la vorágine de la naturaleza en pleno es su añoranza. Y esa añoranza es la que visiona y se plasma en el lienzo, pero se plasma desde su interior, donde se conjuga con el otro paisaje, el del Arroyo piel adentro.
Acaso en eso difiere de pintores a él contemporáneos (tiene 58 años), quienes se incrustaron en la ciudad y esta les atravesó. Sabe de ellos, los conoce y encuentra empatías. Pero lo suyo fluye por otras corrientes, con períodos de luz, que son “bonitos de pintar”, y períodos de sombra, que “resultan confusos”. Ahora siente que ese fluir le lleva a la luz, que entra al color y con una frase lo dice todo: “Me siento pintor…”.
Se siente pintor, porque son 40 años en el oficio, porque el tiempo ha venido acompañado de mayor libertad, con maneras más fidedignas de expresarse. Podría haber otro café más, pero no… Arroyo, solitario pero sociable, espera a su hija, María Gabriela.