Como el choque mítico de cielo y tierra que originó al universo; así resulta la conjunción de la cosmogonía del pueblo quiché, el mayor entre los mayas que habitaban Guatemala, y del trabajo plástico de Diego Rivera, ícono de la pintura mexicana. Ese universo ahora se expone en el Centro Cultural Metropolitano, con las 17 acuarelas en las que Rivera interpretó el ‘Popol Vuh’.
Este libro histórico y espiritual, ha guardado desde sus ignotos inicios (supuestos a mediados del siglo XVI, por su descubridor, Fray Francisco Ximénez) una relación entre la oralidad, la palabra escrita y la representación visual del relato. Las tres instancias se han relacionado sin orden alguno, saltando entre la narración, el jeroglífico, las grafías latinas, las lenguas mesoamericanas o el idioma español. Así, los pasajes de esta cosmogonía han perdurado para la maravilla de la humanidad en años posteriores.
Los sacrificios de sangre, el culto a los dioses, el aprendizaje de las artes, así como los diluvios y batallas se suman en esas páginas que entre un sinnúmero de nombres hablan del mundo y sus orígenes, desde la nada hasta el cosmos de días, noches, ritos y hombres. De cómo la humanidad llegó al mundo; de cómo los hombres no pudieron ser articulados en madera ni moldeados en barro, sino hechos de maíz para venerar a sus creadores y complacerlos y así no padecer su ira.
Diego Rivera, ya inmerso en la investigación de esa mitología y pincel en mano, se hermanó con el demiurgo para recrear un universo de colores. El germen de esta serie fue el proyecto de una edición del ‘Popol Vuh’ ilustrada; pero, finalmente, la publicación no se concretó. Una treintena de años después, la serie fue rescatada y valorada en su dimensión. La serie se pintó en 1931, año en el cual Rivera no solo se entregaba al trabajo sobre las culturas prehispánicas, sino que reflexionaba sobre la situación y las condiciones del indígena.
Sería un punto importante para Rivera como socialista y como ancestralista. Si la maquinaria y el proletariado entraban en su arte social, en esta serie de acuarelas lo hacía la esencia primigenia de los pueblos aborígenes, como el complemento para alcanzar la utopía que añoraba. Además, la presencia del indígena, su cosmovisión y su historia cultural también fue componente de su labor como muralista. La preocupación del artista por las raíces de las culturas mesoamericanas cobró mayor ímpetu con los logros de la Revolución mexicana, por lo que los organizadores de esta muestra han acompañado la exhibición de acuarelas con dos series fotográficas: una sobre los sucesos de esa revolución y otra que muestra las construcciones y los espacios de la cultura maya.
En las acuarelas de Rivera las formas de hombres y bestias, de dioses y astros se corresponden con el estilo de dibujo que los mayas utilizaron antes de la llegada de los españoles. El pintor respeta esa estética: todos los individuos se presentan de perfil, sus ojos y sus rasgos tienen un modelo definido y sus cuerpos se adornan con plumajes y vestidos, tal cual en los códices mayas. Lo que el pintor pierde en perspectiva, lo equilibra con una proyección hacia las dimensiones de la ritualidad y el mito. Esa elección de formas también da cuenta de un Rivera que dejó atrás lo rectilíneo y angular del cubismo, para ceder ante la sensualidad de la curva. Los elementos del cuadro se construyen de un trazo más natural, mientras los cuerpos se sostienen toscamente.
En relación a esa esencia telúrica y ancestral que emana el ‘Popol Vuh’, en las acuarelas están las tonalidades ocres, pero también está ese Rivera que experimentaba con la cromática desde su imaginación. En lugar de las transparencias que suelen emparentarse con la acuarela, esta serie del mexicano se define por la llenura de color en las figuras.
En esta visión del ‘Popol Vuh’ están el gesto lúdico y el goce cósmico de un Diego Rivera jugando a ser el creador del mundo.