Por esas artimañas de la noche, el bar previsto para el encuentro con Huilo Ruales luce un ‘clausurado’ al día siguiente, fecha de la cita acordada. Ni corto ni perezoso, el escritor se mueve por las aceras de La Mariscal. “Quito es la locura y París es el geriátrico”, suelta mientras habla de sus estadías entre las dos capitales que habita este ibarreño (origen que no niega, pero reniega), leva del 47.
Ya mismo es mediodía y un sol ‘bielero’ cae sobre la ciudad. “Una cerveza, por favor…”, y, en el Este Café, él se dispone para la charla. Ahora anda por Quito con una antología “casi personal” de sus relatos en el bolsillo, ‘Paquetecuento’, y también para brindar un taller literario, lectura-escritura.
Un taller como los que da por tierras francesas y como los que seguía cuando la literatura le ladró en la oreja, allá en sus años mozos. Un taller tipo club de alcohólicos anónimos, donde te reúnes con los que compartes un mismo vicio, un vicio que tratas de asumir: la escritura.
Una escritura que, en su caso, comienza con rabia o con amor, y que avanza con picardía; como un niño que se emperra tras la represalia y para zafarse busca hacer un daño inocente: la travesura como mecanismo al escribir, para desbloquear una realidad dura. Una realidad que Huilo no quiere retratar con una buena redacción sino transformarla, encontrarle ‘la quin-ta pata’.
“No habría ningún interés para mí, si no estaría ese juego, la reinvención constante”, dice el creador de relatos de imágenes destellantes e identidades esquizoides; cuentos donde los lenguajes agarran un fraseo de calle y día a día. Huilo lo reconoce, no es un autor que escribe desde la erudición, sino desde la vitalidad: “una literatura de oído”.
Es que él no ha sido forjado en la cultura de la casa sino en la cultura de la calle, perdiéndose en las ciudades. Se forjó con esas formas de decir el mundo, con esos espacios sórdidos y reinos perturbados; con esos personajes del submundo del submundo, seres que Huilo ve desde su mirada de fantoche, inocente y cínica. Monstruos, pero monstruos embebidos de ternura, envueltos en la poética de la desolación.
Como los locos y los perros que habitan en sus cuentos. Los unos -dice- porque la locura le estremece, porque la locura es el nivel donde pulula la poesía, porque esos quiebres y deformaciones hacen atractiva la vida. Los otros -remata- porque son la metáfora del tercer mundo, perros andando en manada por las calles, o perros atropellados una y mil veces, hasta que desaparecen en el asfalto.
La narrativa de Huilo tiene esas dualidades, si está el humor debe ser para burlarse de la desgracia propia, “como un helado caliente, como ‘Qué risa, todos lloraban’ (título de un relato suyo)”.
Y Quito se presta para sus universos literarios, es la capital entre metrópoli y pueblo, entre la violencia y la fiesta. “El travestismo de la ciudad dejó de ser figura literaria para ser algo cierto”, pensó Huilo cuando volvió tras 11 años de su partida a París, adonde se fue en 1995, siguiendo el sueño de la ‘Ciudad Luz’ y convencido de que lo que escribía “no servía para nada”. Una idea -considera- que tomó fuerza por la percepción y la negativa de sus contemporáneos. Para con ellos no guarda resentimiento. Estar con ellos ha sido “como estar con mis tíos, en lugar de con mis primos”.
Así que se fue a las orillas del Sena y se volvió apátrida, hasta que el regreso a sus “Quitos infiernos” fue inevitable; entonces, se dio de bruces con una nueva generación que no solo lo leía, sino que lo admiraba. Y él -por allá- ni se las olía… Cuando digirió el tortazo, se puso con ánimo de fiesta porque los jóvenes le hacían sentir que lo suyo “sí ha valido la penafff”.
Ahora es el maestro, el referente (y el ‘pana’) de una horda de jóvenes autores, que lo han convertido en sujeto de culto. Y él se siente contentísimo de que su inquietud personal, su forma de abordar la literatura se emparente con ellos. Ahora, en cafés y centros culturales, él presenta los libros de ellos o ellos presentan sus libros.
Y esta superbién aunque también compungido por una tragedia, por un penar: una dicotomía en su cuerpo, “mis ambiciones literarias son mayores que lo que el cuerpo aguanta”.
“En el interior soy contemporáneo del Fernando Escobar, del Andrés Villalba, ellos son mis amigos”. Y mojándose con la cerveza se refiere también a sus coetáneos: “Unos viejos aburridos. No tengo nada que hacer con ellos. Como están anquilosados no tienen otro discurso que el de los libros, ya no el de la vida”.
Ese, el discurso de la vida, es el que le seduce, el que le lleva a andar todavía por esas calles ya caminadas, ya cambiadas por los años, las calles a las que Huilo se debe. Ve en la etiquetas el peligro y el facilismo, por eso si le han llamado ‘poeta maldito’, él ha respondido que en realidad es “maldito pero no poeta…”.
Y políticamente incorrecto, como la base de la literatura y del arte mismo, Huilo Ruales transgrede el mediodía de Quito: ordena otra cerveza… se envuelve en un aire de desolación… pero ríe, ríe.
HOJA DE VIDA
Huilo Ruales Hualca
Nació en Ibarra, en 1947. En los 80 integró el Taller Literario de la CCE. Fundador del colectivo Pequeñalulupa y del grupo Eskeletra. Actualmente vive en París.
Entre sus libros figuran ‘Maldeojo’, ‘Fetiche y fantoche’, ‘Historias de la ciudad perdida’ y otros.