Me siento en una banca del parque central de la Universidad Católica. Es el mismo lugar por donde lo vi caminar unas cuantas veces, siempre con su bastón y dando zancadas sobre el pasto. Yo era novato y él cursaba el último año. No podré decir que lo conocía, solo que a mí también me tocaba la magia que llenaba el espacio cuando él lo atravesaba. Cruzó un par de palabras conmigo, pero solo recuerdo su mirada tras los anteojos y el movimiento de su barba color madera vieja.
Ahora, me acompañan tres amigos suyos: Yanko Molina, Nicolás Jara y Javier Cevallos. Conversamos sobre él; nos damos a la tarea de verlo en ausencia. Sus amigos vuelven a los años cuando fueron terriblemente felices aferrados a las letras. A mi mala memoria compensa ‘El manuscrito de Krutoy’, libro que Molina ha editado, apoyado por La Caracola, con narraciones, piezas dramáticas y un ensayo de Castro o el conde de Krutoy o Magnalucius o Cornelius Nepos o Cresnor Dadsá (usaba varios nombres).
La publicación se presenta esta noche, a las 19:00, en la Naranjilla Mecánica, donde se pondrá en escena la ‘Mojiganga curiosa de Don Perico el barbero’, pieza que se incluye en el libro.
No sé si ante la pregunta de ¿Quién era Andrés Castro? esperaba una respuesta funambulesca, pero las contestaciones me desarmaron: “Era una persona normal”, “el primer amigo que hice aquí”, “un personaje que se creó a sí mismo”. Con quienes hablo, compañeros universitarios de Andrés, se refieren a su amistad, más que nada, en términos de afinidad intelectual, 70% literatura, si metemos cifras (los que lo conocían como mago tendrán también otro tanto que contar). Producto de esa generación compacta surgió la revista Ourovourus, que llegó al cuarto número.
En el lanzamiento de alguna de esas ediciones, Andrés leyó poemas de pie quebrado de su autoría. Era una persona que se imbuía en los clásicos, en las novelas de caballería, en la picaresca, en el modernismo… La salud de la literatura -dice Cevallos- se probaba con el Andrés, fascinado y enloquecido por la literatura de caballería, en Quito, en los 2000.
Andrés pensaba y hacía las cosas de la literatura. “Para los grandes lectores no hay una frontera bien definida entre la realidad y la ficción”, dice Yanko, y para Castro la literatura era tan real como lo que vivimos a diario; convertía lo artístico en cotidiano. No era impostura, no era pose, era algo orgánico que fluía en su cuerpo, en su inteligencia, en su ser lúdico.
Él generaba una cuestión teatral a su alrededor, se construía de juegos y homenajes (el bastón, por Valle Inclán), bautizaba a sus amigos con nombres venidos de romances medievales o surgidos de su fantasía. Esto se constituía como un acto de provocación… la literatura también lo es.
Andrés no solo se encerraba en los clásicos, como Caballero de la Orden de la Papa sabía todo de Joyce, además gustaba de Mishima, Proust, Borges… Uno de los temas que más frecuentaba en sus lecturas era la muerte, ya en la literatura, ya en sus acercamientos a la mística y el esoterismo. Comprendía la vida y la muerte como secciones del mismo espiral.
Para no dar chance al morbo, me piden que no hable de su encuentro premeditado con la muerte. Solo diré que no fue escape, que me niego a verlo como tal, además está una carta en la que Castro lo explica todo, un escrito que no se presta para la condescendencia sino para la reflexión.
Atardece sobre los árboles del parque. De la luna, colgado de su bastón, acaso estará Andrés Castro ensayando una cabriola. Brindo por su manuscrito, pero lamento no haberlo conocido mejor. Me consuela tener su libro, me dejo encantar por su escritura.