Hay quien los llama “pintores ambulantes”. Sendas mesas y parasoles bajo un brazo; pinceles, papel, colores y agua, en el otro, ellos caminan por las cuestas del Centro Histórico, se sientan frente a una escalinata o se confunden entre los transeúntes de una plaza.
Se conocen, en algún caso, desde niños, pero hace algo más una década se juntaron tras reconocerse como apasionados por la acuarela, una técnica que comparten desde distintos enfoques y acercamientos. A todos los convoca la figura de Oswaldo Muñoz Mariño. Con el maestro han salido a pintar todos estos años, consolidando el dominio de la técnica, pero, además, una amistad fresca, transparente y matizada por un fino humor, que también comparten.
Mientras pintan en la calle, no ha faltado quien se acerque a preguntarles “si afilan cuchillos”, “a quejarse del alcalde”, a brindarles un vaso de agua, o a mostrarles alguna pintura de aficionado.
“Incluso a Oswaldo (Muñoz Mariño) la Policía le quiso llevar preso en el Carmen Alto, por no presentar un permiso para pintar”, recuerda, entre risas, Diego Cornejo Menacho, uno de los miembros de este “club que no es club, escuela que no es escuela, grupo que no es grupo”, como intenta definir.
Quito, “una ciudad que más que ciudad es un paisaje”, en palabras de Cornejo, ha sido el escenario perfecto para estos artistas que, de tanto en tanto, salen a “enfrentarse a la naturaleza”. Su trabajo les ha permitido descubrir la difícil pero espectacular topografía de la capital, retratar la atmósfera de sus rincones y, en algunos casos, servir como generoso espejo para sus habitantes. “La gente pasa todos los días por un lugar y no lo ve. De pronto te ven pintando y preguntan: ¿qué es eso? Les dices que es su calle, su barrio, un ángulo de su casa, la escalinata por la que siempre suben; y dicen: qué bonito que ha sido”, cuenta Carlos Veloz, quien también forma parte de este colectivo.
La “descarga emotiva” que produce una obra de arte, en general, y una acuarela, en particular, ha provocado para estos artistas más de un encuentro interesante, allí donde pintan: en la calle.
“La gente ama la acuarela, quizás porque es ‘más fácil’, porque no presenta elementos muy complejos”, dice Cornejo, periodista y escritor, quien ha tenido con la acuarela un amor intermitente, consolidado en los últimos años. “Y precisamente en esa simplicidad está el mayor reto del acuarelista. No existe inspiración: la hoja en blanco te plantea un problema lógico a resolver, un problema de diseño; tienes que recurrir a una serie de instrumentos y herramientas que te da la técnica”.
Veloz plantea un acercamiento diametralmente distinto. “Lo de Diego es una deformación profesional porque como él es escritor y periodista debe estructurar un discurso que debe ser completamente legible para el espectador”, bromea. “El gran problema del dibujante cuando tiene que hacer representación de lo real, es no pasar por el cerebro, sino por lo intuitivo. Adiestrarte para que tu mano y tu ojo estén absolutamente coordinados”.
Las visiones de Veloz y de Cornejo, sus sensibilidades, sus distintos momentos como artistas y su pasión por esta técnica se plasman –junto a las de tres artistas más– en la exposición colectiva ‘Visiones de la acuarela’, que se inauguró ayer en el Museo Oswaldo Muñoz Mariño.
Cincuenta obras –10 por cada artista– cuelgan ya de las paredes en esta casa colonial restaurada, en el barrio de San Marcos. Son paisajes urbanos y desnudos captados por los artistas ecuatorianos Héctor Chaves, Hernán Jara, Alfonso Rodríguez, además, claro, de Veloz y Cornejo.