Al parecer, ya no cabe esa distancia entre el artista y el escenario, tampoco esa función del espectador pasivo ante una caja con el telón corrido. Lo que sí cabe -según lo demostró el festival ‘Mínimas residencias’- es la coexistencia de todos los elementos de una pieza de arte en un instante fugaz y en un lugar cualquiera: la intrascendencia y la ocupación.
Por tres días nueve artistas y colectivos habitaron en casas de tres barrios de Quito (La Floresta, La Mariscal y San Marcos). Tres espacios por cada barrio fueron lugar y eje de propuestas performáticas que, una vez desarrolladas, se exhibieron al público durante tres jornadas, la última fue ayer.
La idea del colectivo Gatos en la barriga invitaba a desarrollar proyectos escénicos y visuales, que se integrasen con los lugares habitados y propusieran formas alternas de relacionarse con la obra de arte.
Hasta los elementos mínimos de cada casa, jardín, acera o calle se transformaron -por el simple hecho de observarlos en este contexto- en un rasgo compositivo de esas propuestas experimentales, vivenciales, profundas e íntimas. El transcurrir del tiempo, el ruido de la urbe, los murmullos a través de las paredes; una pregunta soltada a la oscuridad, un cuerpo que no se detiene, una voz que canta, un video dentro de la alacena… Todo confluyó en el instante y la situación se abría al azar. Si algún anfitrión se retrasaba o se negaba a abrir las puertas, si el ‘ringtone’ interrumpía, un cliente ordenaba un trago o un amigo llegaba al sitio, los ánimos cambiaban y aparecían nuevas preguntas.
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Así, mientras el actor León Sierra compartía su residencia mediante un video en vivo desde La naranjilla mecánica. El crítico de cine Christian León llegó al sitio y a través de la pantalla del computador el mundo fue testigo virtual de una conversación sobre las identidades de género. Entonces el repaso sobre los textos del drag español Shangai Lily se prestaba para discurrir sobre las características de la representación y las políticas de reinvindicación.
A algunos les tentó la arquitectura, a otros la cotidianidad, esa vida entre muros y escaleras. Para la propuesta de Gatos en la barriga, la casa del No lugar fue protagonista, más que cómplice, de una coreografía de sutilezas, interpretada por cinco bailarinas. Además de las relaciones entre los cuerpos danzantes y el espacio, también se extendió un diálogo de miradas. Un agujero en una cartulina negra se convirtió en el visor de una cámara, a través del cual, cinematográficamente, los espectadores siguieron a esos cinco cuerpos que se movían y se reconocían en esa casa.
En San Marcos, Valeria Andrade buscó las posibilidades de la memoria en el taller de un artista, se apropió de objetos, símbolos y esencias para jugar con el video y la danza. Ernesto Ortiz, en cambio, cedió ante la fragmentación de su lugar de residencia y planteó instantes en distintas habitaciones; fugacidades nacidas de la escritura y vividas con la expresión libre del cuerpo y el canto.
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Si no fueron los cuerpos los habitantes de esas ‘Mínimas residencias’ fueron sus sombras, sus fantasmas los que anduvieron por esos espacios. Fabián Patinho se dio a atrapar las presencias de todos quienes pisaron La Multinacional. Lo hizo valiéndose de la fotografía, artilugio que en varias culturas es visto como ladrón de almas; y lo hizo justamente para tratar el tema de lo fantasmagórico. Reflexiones antropológicas, estéticas y esotéricas se cruzaron con columpios oxidados, sofás llenos de polvo, colchones húmedos y paredes blancas, donde los espectros se proyectaban, burlando al tiempo y a la ausencia.
Otra cosa, otra forma de habitar esos lugares, es la que se experimentó con los recorridos para observar las muestras. Sea desde el redondel de La Floresta, el parque Gabriela Mistral o la plaza de San Marcos, grupos de gente caminaron por sobre el asfalto y la piedra, para acercarse a los espacios intervenidos. En el trayecto la cotidianidad de esos barrios pisaba los talones de ese séquito dispuesto a vivir esta expresión diferente y fresca, que quiebra esquemas.
Ni esquemas ni categorías había en la Casa Trans, donde el colectivo Zeta transgredió cualquier frontera impuesta por cánones y géneros; para que cada uno se reconociese en un juego de resignificaciones que derrumbó, con danza-teatro, la norma de lo masculino y lo femenino. Las estéticas alternas eran la entrada a la intimidad de una casa que vibró con lo intenso y sincero de un cuerpo desnudo que baila.
Fueron momentos fugaces, mínimas residencias que se maximizaron en las sensaciones vividas en cada casa, con cada artista.