Postgrafiti, stencil, autoadhesivos, wheatposting son algunos de los nombres que los críticos han acuñado para tratar de diferenciar al grafiti común de lo que hoy los artistas de este género pretenden que apreciemos en las paredes del mundo y el Ecuador.
Desde la perspectiva del arte contemporáneo, se intenta explicar/justificar un género que en su mayoría no aspira más que al enaltecimiento ególatra de su autor, a expensas del dueño de una pared o de los propietarios del espacio público que somos todos. No olvidemos que a una galería de arte podemos optar por no ir, un ‘videoarte’ en Youtube podemos no verlo; pero lo que está en la pared de la av. De La Prensa nos toca ver porque sí. La justificación de “diálogo con el público” por donde se mire se convierte en una “agresión al público”.
Confieso que podría volverme un apologista del ‘streetart’ cuando admiro un emocionante mensaje anti establishment de Bansky –de los que lo han llevado a ser una celebridad, y de paso a los museos– sobre una valla publicitaria sexista o sobre la pared que separa a los palestinos de Israel. Y cuando encuentro la derruida pared de una casa abandonada contra el cielo de mi barrio en Guápulo con una propuesta novedosa’ aunque segundos más tarde y con pena veo que el mismo ‘artista’, en un acto vandálico ha arruinado con su firma/logo un hermoso buzón de cartas, que ya de por sí es una expresión estética del dueño de casa; o más allá, otro street ‘artist’ que ha arruinado para siempre unas hermosas piedras con su pátina de siglos en una de las casas más antiguas.
A fin de cuentas, esta manifestación no se diferencia mucho de la publicidad en sitios públicos. La calle no es de las empresas para que la utilicen a su antojo como medio para conseguir su fin. Tampoco de unos pocos jóvenes que usando un lenguaje, no muy original, abusan de espacios de respiro visual para su regocijo personal. Una administración pública debe normar con rigurosidad la utilización visual de estos.