Recuerdo que un colega, escritor bien formado, se quejaba de lo mal que lo trataban ciertos críticos literarios. Y recuerdo también que más de un novel literato llegó a desertar del oficio agobiado tempranamente por alguna opinión demoledora que un crítico malhumorado le había dedicado.
Al igual que los médicos, los críticos literarios pueden hacer mucho bien o, en su defecto, mucho daño. Mucho bien en la formación del buen gusto de una sociedad, o mucho mal desdeñando lo bueno y exaltando lo intrascendente según se pretenda, o no, la adhesión a una ideología imperante y de moda; y, peor aún, cuando la crítica se la ejerce con razones extra artísticas y en la que no faltan prevenidos que se arrogan infalibilidades poco menos que papales. Esto, nosotros lo sabemos desde Eugenio Espejo. La cosa no ha cambiado mucho; déspotas ilustrados los hemos tenido siempre, así como también críticos malhumorados.
Resulta fácil reconocerlos: suelen aproximarse a la obra ajena con aire autosuficiente (magister dixit); proclives a acercar la lupa, agrandan cualquier pequeña tacha que encuentran. Peor aún son aquellos doctos que se aventuran a decir: esta obra está mal planteada; el autor debía haber escrito esto o aquello, debía suprimir tal parte o ampliar tal otra, etc. En vez de juzgar la obra, discurren acerca de cómo debería haber sido, de cómo la hubiesen escrito. Tamaña majadería.
Y al hablar de estos desvíos del criterio, viene a mi memoria el dictamen que, en cierta ocasión, dio un erudito profesor de letras que oficiando de jurado en un concurso literario premió una novela que tenía más de quinientas páginas, de las cuales, en opinión suya, estaban demás no menos de trescientas. Si eso era así, cabe entonces la pregunta: ¿qué es lo que premió ese crítico: lo poco que quedaba luego de apartar todo el fárrago y la hojarasca? Estaba claro: lo que ese erudito premió fue la tendencia ideológica que claramente acusaba esa novela, no la obra en sí misma. Pienso que leer y opinar de arte literario sirviendo a la causa de una ideología es, en verdad, no haber leído ni haber dicho nada.