Invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Praga, capital de la entonces Checoslovaquia, en agosto de 1968. Todos detestaban la ocupación, pocos se atrevieron a decirlo. Foto: Josef Koudelka
Al llegar a la plaza Venceslao, el recién llegado comprendió que no se trataba de una alteración pasajera. Le habían dicho que se fuera a su casa (estaba provisionalmente instalado en una residencia universitaria, en Podoli) y la única ruta que conocía comenzaba precisamente en la mitad de la plaza, donde paraba el autobús que iba hacia ese barrio; pero la plaza estaba colmada por una multitud que agitaba banderas y gritaba consignas incomprensibles. En algún momento empezaron a cantar a coro una canción que parecía una dulce balada, cuya melodía se escuchaba incongruente en medio de esa agitación. Algún tiempo después, el recién llegado supo que aquella canción era el himno de ese país cuyos habitantes parecían hechos para la música, pero no para la guerra. La gente cantaba con fervor y levantaba sus banderas; pero el peligro crecía en el extremo inferior de esa plaza inclinada, que siempre le pareció demasiado larga para ser una
plaza y demasiado corta para ser un bulevar. Desde la avenida Nacional, unos inmensos tanques acababan de entrar, y sobre el primero aparecía un soldado por la torrecilla de mando y gesticulaba, como si estuviera hablando con la gente. El vocerío y otros ruidos ensordecían la plaza. El recién llegado se sentía dominado por la curiosidad, y aunque aún no conocía la lengua en que se hablaba, habría querido seguir allí, observando aquella escena inesperada, pero las instrucciones de su tutor habían sido precisas: debes llegar cuanto antes a tu casa; no te muevas de allí hasta que yo te avise; la situación es muy grave.
Era el 21 de agosto de 1968. En aquella residencia enorme que todavía se encontraba solitaria debido a las vacaciones de verano, el recién llegado quiso enterarse de lo que estaba ocurriendo y se afanó en sintonizar la radio francesa para oír alguna noticia en una lengua comprensible, pero la onda corta estaba bloqueada y era imposible sintonizar cualquier emisora que no fuera Radio Praga. Sin embargo, entendió que la situación era peor de lo que había imaginado, cuando empezó a llenarse de tanques la explanada que se extendía frente a la residencia en una altura que domina la ciudad. ¿Había empezado otra guerra? Solo después de algunos días, cuando se había restablecido una aparente normalidad, el recién llegado supo que desde la noche anterior las fuerzas del Pacto de Varsovia habían invadido Checoslovaquia.
La operación había sido calculada como un mecanismo de reloj: un avión civil pidió permiso para aterrizar de emergencia en el aeropuerto de Praga; descendieron de él cinco señores que pidieron hablar con el jefe de aeropuerto; cuando estuvieron ante él, se identificaron como coroneles del ejército soviético y tomaron el control: suspendidos todos los vuelos civiles, empezaron a aterrizar los aviones militares de cuyas enormes panzas salían los tanques que se dirigieron inmediatamente hacia el centro de la ciudad. De nada sirvió que la gente intentara desorientarles, cambiando la dirección de las señales de tránsito, tal como habían hecho con los tanques alemanes durante la Segunda Guerra.
Dicen que cuando Dubcek tuvo noticia de la presencia de tanques en todas sus fronteras, había ordenado cerrarlas y movilizó el Ejército para proteger su territorio; pero aún estaba dando esas órdenes cuando alguien le llamó la atención y vio por la ventana que los tanques ya rodeaban sus propias oficinas en el Comité Central del Partido Comunista de Checoslovaquia. Por la noche, esposado como si hubiera sido un delincuente, le llevaron a Moscú.
Desde el comienzo de aquel año memorable, al ser elegido secretario general del Comité Central del Partido, Alexander Dubcek había empezado una serie de reformas en la economía y en la dirección política del Estado. Los términos de su comercio con la Unión Soviética eran desventajosos, de modo que abrió la posibilidad de iniciar el comercio con los países de Occidente sin pasar por el Comecon y, al mismo tiempo, flexibilizó las leyes de seguridad interna y la libertad de expresión, buscando un socialismo no totalitario. Un clima ligero se había extendido por todo el país y los checos habían visto con sorpresa que su primera autoridad podía caminar por la calle sin escoltas ni guardaespaldas. El nombre del famoso festival de música de su capital fue tomado para designar esa nueva y maravillosa situación: “Primavera de Praga”.
Pero Moscú no podía estar tranquila. La feroz burocracia totalitaria encabezada por Brezhnev apareció detrás de los tanques, aplastando ese conato de libertad. Checoslovaquia empezó a vivir el régimen de ocupación. En las calles caminaban los soldados de tres en tres y la gente lo explicaba así: uno sabía leer, otro sabía escribir y el tercero vigilaba a ese par de intelectuales peligrosos. Cuando uno o más oficiales entraban a un restaurante, la gente se levantaba al unísono y dejaban sus platos ya empezados: los oficiales extranjeros se quedaban solos en medio de un local abandonado. Entonces, los rusos fueron llevados a lugares cercanos: eran “las fuerzas amigas que estaban temporalmente estacionadas en Checoslovaquia”. Dubcek perdió su cargo y su lugar en el Parlamento; en su reemplazo fue instalado el gobierno títere de Gustav Husák. Todos detestaban a los rusos y al comunismo, pero muy pocos se atrevieron a decirlo en voz alta: en enero del 69, el estudiante Jan Palách expresó su protesta inmolándose al estilo bonzo en la plaza Venceslao.