Un vendedor en la calle Venezuela, ue luce solitaria en las noches. Foto: EL COMERCIO
Cuando cae el sol, la fisonomía del corazón del Centro Histórico de Quito (CHQ) cambia radicalmente. Se bajan las persianas de oficinas y almacenes, se refuerzan las seguridades de portones y ventanales y el bullicio cotidiano da paso a un silencio que intimida.
Los vendedores informales se apresuran en liar sus atavíos y se dirigen presurosos hacia sus cuartos-dormitorios, ubicados generalmente en alguna de las muchas casas viejas convertidas en conventillos o en las que hacen equilibrio en lo más alto de uno de los 14 barrios de las 372 hectáreas que tiene la zona. Barriadas que se distribuyen según la caprichosa topografía que encierra al CHQ: las faldas del Pichincha, al oeste, y el cerro Itchimbía, al este.
Pasadas las nueve de la noche no se ve un alma ni en la Esquina de las Almas (Rocafuerte e Imbabura), uno de los icónicos lugares que metían miedo a los quiteños de antaño, tan dados al boato y los placeres ‘espirituosos’ desde siempre.
Esta soledad de museo es rota en algunos sitios puntuales, que emergen como faros de vida y son parte de la apuesta turística en la que está empeñada la Municipalidad desde hace varios años. A las ya conocidas Plaza Foch, emplazada en el borde norte del CHQ, y La Ronda, enclavada en el centro, se ha fusionado con éxito el renovado barrio La Floresta y luchan con denuedo por abrirse un espacio las calles Antepara y León (La Tola), Junín (San Marcos) y Rocafuerte (La Loma Grande).
Claro, estas nuevas dinámicas urbanas acarrean inconvenientes como la inseguridad, el aumento del tráfico de drogas, la prostitución, la falta de estacionamiento seguro y de un eficiente servicio de taxis, entre otros. Todos ellos de difícil solución, según anota el arquitecto Fernando Hinojosa.
En el día, el CHQ adquiere un trajín de vértigo y, asimismo, desnuda otros problemas urbanos que genera esta urbe declarada Patrimonio de la Humanidad en 1978.
El fulgor y majestad que ofrece el apretado racimo de 23 templos y conventos coloniales (las casas de esa época se cuentan con los dedos de una mano), la magnificencia neogótica de La Basílica y el valor arquitectónico y urbanístico de muchos de los 5 000 inmuebles catalogados como patrimoniales (el 90% de estilos republicano y neorrepublicano), se ven opacados por males como la ya mentada acción del comercio informal, el pésimo tratamiento de los desechos, la falta de estacionamientos funcionales, la insuficiencia de baterías sanitarias públicas, el periódico derrocamiento de edificaciones enlistadas en el patrimonio y el deficiente servicio del transporte urbano.
Esta depreciación del CHQ no es nueva, explica Carlos Pallares, exdirector del antiguo Fonsal (Fondo de Salvamento del Patrimonio). Empezó a inicios del siglo XX con la idea de adaptar la ciudad a un nuevo amo: el automóvil.
“Muchas personas pensaban que Quito debía convertirse en un Manhattan. No lo lograron, pero dejaron lamentables testimonios de su absurda intención”. ¿Ejemplos? La construcción de edificios de más de tres pisos, que rompió totalmente la altura uniforme de aleros y cubiertas, y el derrocamiento de inmuebles emblemáticos sin más motivación que la de deshacerse de ‘molestosos vejestorios’, como el antiguo Palacio Municipal en la Plaza Grande y la Biblioteca Nacional en b Blas”.
Estos desfases atentaron y atentan, de manera directa, en la propuesta turística del ‘Centro Histórico mejor conservado de Latinoamérica’, como vende un ‘spot’ publicitario.
Y aunque Quito tuvo un crecimiento turístico del 6,9% en el primer semestre del 2018, sus cifras son pálidas sombras si se comparan con las que manejan metrópolis como Lima o Bogotá, por poner dos ejemplos de la región.
La reciente peatonalización de varias arterias puede ayudar al eje turístico, pero no tiene consenso. Sus defensores a ultranza son los comerciantes de la zona, especialmente los restaurantes, que han mejorado sus ingresos.
“Es lindo ver el CHQ rebosante de gente, de personas que salen a conocer la ciudad. Las ventas no han aumentado significativamente pero da gusto ver una Plaza Grande repleta”, explica Mariana Freire, dueña del local La Covacha de Carondelet, ubicada en los bajos del Palacio de Gobierno.
Pero esta peatonalización tiene nubes negras en el horizonte. La razón es que el nuevo Metro tiene solo una estación de transferencia (San Francisco) y eso puede caotizar la movilización ciudadana, pues no existe una conexión directa con los alimentadores del sistema urbano.
Es un error proyectar que el ciudadano camine entre las plazas si no se contemplan nodos de estacionamiento. Es un b crucis llegar al sitio, afirma el arquitecto Fernando Rivera. “Parece que el Municipio se puso primero los zapatos y después las medias”, afirma entre irónico y resuelto.
El comercio informal es otro dolor de cabeza para cualquier administración municipal y su solución es más complicada que una ecuación de tercer grado. La mendicidad es otra, igual de intrincada y dolorosa.
Como afirma Pallares, estos dos fenómenos como el alto y creciente desempleo, la migración provocada por el abandono de las áreas rurales por la desatención estatal de las economías campesinas y los servicios de salud, educación, producción y comercialización. También meten sus manos tóxicas las empresas subterráneas de contrabando que se estructuran en los puertos y en las fronteras, y que encuentran en los desempleados mano de obra barata para distribuir sus productos sin tener que declarar domicilio ni registrarse en el SRI.
Entre los factores en contra del CHQ, sin embargo, el principal es la pérdida de la vivienda y el abandono sostenido de sus residentes. En el 2014 tenía 36 610 habitantes pero su número decrece en un 2,5% anual, según el INEC. Es más, solamente el 30% es propietario de su inmueble; el resto es arrendatario.
Si esta proyección sigue, el CHQ puede convertirse en un museo, parecido a lo que pasa en urbes como Santo Domingo, la capital de República Dominicana, afirma el arquitecto Hernán Orbea.
En su parte central la vivienda prácticamente ha desaparecido, dando lugar a actividades administrativas y de servicios. Muchas casonas y edificios se han convertido en bodegas y conventillos, con áreas por persona que fluctúan entre los 5 y 11 m². El 55% de familias comparten un baño y el 30% no tiene una ducha. El 80% de las edificaciones tienen instalaciones eléctricas obsoletas, con más de 25 años de uso.
La especulación, que en un tiempo fue uno de los frenos principales para construir o recuperar vivienda, ha perdido fuerza pues no hay demanda. Sin embargo, muchos propietarios de inmuebles y lotes subutilizados los mantienen como de ‘engorde’, a la espera de que la plusvalía crezca y puedan venderlos a precios más altos que los actuales.
Lo que hay que cuidar es que no se produzca el fenómeno denominado ‘gentrificación’, es decir que el aumento del valor produzca una expulsión de familias de condición económica media o baja en beneficio las de condiciones más altas, afirma Pallares.
El Municipio ha realizado más de 16 proyectos, entre vivienda nueva y rehabilitada. También tenía el programa ‘Pon a punto tu casa’, que ayudaba a los propietarios a rehabilitar sus predios. Varias empresas privadas, como Mutualista Pichincha, y arquitectos como Pedro Jaramillo, Luis López, Guido Díaz y un puñado más también han realizado intervenciones en la zona.
Según Orbea, persiste además un bloqueo para la venta o uso alternativo de los bienes patrimoniales, de propiedad pública o religiosa, auspiciado por una legislación vigente enfocada desde la preservación radical, y ello dificulta las intervenciones sobre la edilicia y el espacio público, limitando sus alcances para transformar barrios o zonas.
¿Qué acciones de deben tomar para curar a este enfermo? Todas complicadas y difíciles. Pero por algo hay que empezar.
Es necesario despresurizar el uso, es decir restablecer las condiciones de uso proporcionadas a la estructura urbana, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cuantitativo. Menos autos más viviendas. Menos centros comerciales, más comercios locales y barriales: panaderías, farmacias, librerías. Que las casas utilizadas para bodegas y cuchitriles vuelvan a ser viviendas dignas. Que las calles vuelvan a ser espacios de libre circulación de peatones y las plazas lugares de encuentro para los vecinos, según Pallares.
Los programas de vivienda deben estar orientados prioritariamente a arraigar a los actuales residentes; luego a nuevas familias.
Por último, hay que reforzar las condiciones de barrio mejorando sus infraestructuras y equipamientos. Y sus tradiciones, costumbres y prácticas. No es utópico. La Floresta, La Tola, San Marcos y La Loma Grande lo están logrando.