Cada vez usamos más el término urbanismo, quizás porque ya somos abrumadora mayoría quienes vivimos en las ciudades. Y estas son donde satisfacemos nuestras necesidades, desarrollamos nuestros hábitos y entrelazamos nuestros intereses. E intentamos imaginarlas sostenibles aun cuando son la expresión más compleja de construcción social desarrollada por la humanidad.
El rol que asumieron ciertos especialistas para el estudio y la planificación de la urbe había relegado al ciudadano común porque, se suponía, el urbanismo era una disciplina de tan alta complejidad que no sería capaz de entenderlo para concebir su utilidad.
La amplificación de los medios de información, la masificación de las redes sociales y las diversas formas de organización social por grupos de interés han derrotado a esa hegemonía de los especialistas y han vinculado a la ciudadanía en las decisiones que le atañen y le afectan.
Esta tendencia creciente de intervención comprometida de la comunidad, exige una pertinente toma de conciencia sobre el alcance y la repercusión de la participación social como suscitadora e instigadora de políticas públicas. Políticas cuya elaboración va dejando atrás la comunicación vertical entre emisores impositivos y receptores obedientes; y se encamina hacia un diálogo horizontal entre actores con distintos roles y niveles de responsabilidad.
Hacía falta que esos actores se informen y se formen; es decir, se politicen. ¿Para qué? Para analizar y discutir más abiertamente sus problemáticas, lo que hace más difícil su gestión pero, definitivamente, más auténtico su proceso de constante y compleja transformación. Diálogo, participación y exigibilidad, claves para construir la ciudad contemporánea.