Del museo interactivo Oscar Niemeyer dice el New York Times que es “una composición extraña, hermosa, lírica. Es el ‘museo del ojo’, debido a su forma, parecida a la de un ojo humano”.
Maestro consumado de la curva arquitectónica, la firma de Niemeyer está registrada en altorrelieve en la historia de la arquitectura mundial de este siglo.
No solo porque fue capaz de idear y levantar ciudades enteras. Ni por verse involucrado en los grandes proyectos arquitectónicos destinados a reflejar la identidad y la historia de América Latina, como su hermoso Memorial en Sao Paulo.
No, Oscar Niemeyer forma parte del Olimpo mundial no solamente por su duende creativo, sino también por la manera coherente como afrontó su paso por la vida.
Sus 104 años de existencia y 77 años de ejercicio profesional -se graduó en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Río de Janeiro en 1934- se han parecido a un baúl donde entró de todo: desde sus desengaños políticos, que lo hundieron en la depresión más abyecta; pasando por su militancia comunista, que hizo que sus rivales miraran con narices largas sus revolucionarios proyectos arquitectónicos y sociales; hasta el éxtasis profesional que supuso el reconocimiento general de su sabio quehacer con los volúmenes.
A pesar de su evidente valía, Niemeyer tardó en ser reconocido como uno de los grandes arquitectos y proyectistas de nuestro tiempo, principalmente por culpa de sus concepciones ideológicas.
Pero una vez que subió al podio de los vencedores nunca más se bajó. Los reconocimientos más prestigiosos de sus colegas y de otras instituciones, por las razones anotadas, llegaron tarde: en 1988 obtuvo el Premio Pritzker (Nobel de arquitectura); en 1989 se hizo acreedor del Premio Príncipe de Asturias; y el 2005, el Gobierno del Japón le distinguió con su mayor galardón: el Premio Imperial.
También recibió el León de Oro de la Bienal de Venecia (1996), el Unesco de la Cultura (2001) y la Orden de las Artes y las Letras del Gobierno de España (2009).
Su obra ha sido y es fuente de numerosos análisis y estudios. Se ha escrito infinidad de libros sobre su trayectoria. Y su arquitectura es un referente obligado de todas las facultades del mundo. No obstante, Niemeyer sigue siendo el mismo iconoclasta irredento, que cada día busca algo más para crear.
A pesar de sus quebrantos de salud, el infatigable Niemeyer trabajó casi hasta el final de sus días en diversos proyectos y, en vísperas del carnaval pasado, en una de sus últimas apariciones públicas, visitó el sambódromo de Río de Janeiro, otra de sus creaciones más reconocidas, para ver las obras de ampliación del recinto.
Se casó a los 21 años con Anita Baldo, con la que compartió 75 años de su vida y con la que tuvo su única hija, Ana María, que posteriormente le daría cinco nietos y 13 bisnietos.
En 2006, dos años después de quedarse viudo y con 98 años de edad, se casó de nuevo, con Vera Lucia Cabreira, su secretaria 40 años más joven que él.