Miguel Juárez trabajó durante 12 años recopilando el material y traduciéndolo a la notación moderna. Atrás, Gustavo Lobato, a quien le tomó cuatro años ocuparse de la producción musical. Foto: Julio Estrella, Archivo / EL COMERCIO
Un hito de la historia de la música del Ecuador constituye la publicación de todas y cada una de las 38 partituras completas (hay tres más incompletas) de los villancicos, chanzonetas romanzas, dúos y un motete contenidos en los manuscritos musicales de la época colonial hallados en Ibarra, transcritas a notación moderna por el maestro Miguel Juárez, acompañadas de todas las letras, en castellano antiguo y en español moderno.
Por si fuera poco, la publicación viene acompañada de tres discos compactos con la interpretación de las 38 composiciones por el coro Cantus Firmus, dirigido por el maestro Gustavo Lobato. Se lo dice fácil, pero esta es la culminación de 12 años de trabajo del maestro Juárez que, en diferentes etapas, fue desentrañando las partichelas, reuniéndolas, armando las partituras y transcribiéndolas a la notación musical moderna.
Y es el producto de cuatro años de trabajo del doctor Lobato con el estudio de las piezas, la constitución del coro, los ensayos bajo su dirección y las grabaciones. La edición e impresión de los libros y discos fue posible por fondos privados, de generosos donantes. Así, con trabajo conjunto y coordinado, la Casa de la Música ha puesto esta monumental obra “a disposición de la comunidad musical del Ecuador y del mundo, como un aporte sustancial al conocimiento de nuestro pasado musical”, como dijo Diego Arteta, presidente del Directorio de la Casa, en la presentación del trabajo.
Las casi 300 hojas con notación musical y letras de estos villancicos, romances y chanzonetas pertenecen al Archivo Histórico de la Diócesis de Ibarra, circunscripción eclesiástica creada hace 155 años, desprendiéndola de la Arquidiócesis de Quito. En aquel Archivo hay, por supuesto, papeles que provienen directamente de la actividad de los sucesivos obispos, del cabildo catedralicio, de las parroquias de la Diócesis, libros de bautizos y confirmaciones, registros de entierros, actas y contratos, pero también papeles de conventos religiosos, cuando estos, por alguna razón, dejaron de existir.
Uno de esos conventos que fue destruido el siglo XIX, por el terremoto de 1868, tragedia en que murieron 13 religiosas, fue el de las conceptas, razón por la cual los archivos de ese convento fueron a parar en el de la Diócesis, y como era un monasterio mucho más antiguo que ella, contenía papeles de los siglos XVII, XVIII y XIX.
El Archivo diocesano no estaba clasificado, y con el paso del tiempo aquello se iba convirtiendo en un problema, hasta que, a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, el hoy tan añorado Departamento Cultural del Banco Central del Ecuador, por un convenio firmado con la Diócesis, tomó a cargo la clasificación del Archivo.
Fue así, en medio de ese trabajo de clasificación archivística, que el director del Departamento Cultural del Banco Central en Ibarra, Jorge Isaac Cazorla, encontró, en el fondo perteneciente al convento de la Inmaculada Concepción, decenas de papeles que contenían partituras musicales. Al no ser experto en música las clasificó por sus letras y, sin catalogarlas y en el orden que le pareció adecuado, que no era el correcto, las hizo empastar, con tapas de cartón y cuerina.
En la pasta roja, hizo poner con letras doradas: “Polifonías de los siglos XVI y XVII, compuestas por las monjas del monasterio de la Concepción de Ibarra”. La recopilación, hecha en 1991, tiene un frontis o portada en que Cazorla insiste en que “Las letrillas fueron escritas por las monjas poetisas, y la música fue creada y arreglada a voces desiguales por los primeros compositores musicales de Ibarra, por esos siglos”.
Los estudios de los maestros Lobato y Juárez, que aparecen en el nuevo libro de la Casa de la Música, comprueban que, por el contrario, algunas de las piezas fueron compuestas por músicos ligados a la Catedral de Quito, dos de ellos quiteños (José Ortuño y Gonzalo Pillajo) y otro español (Manuel Blasco) y que tampoco las letras son de las monjas, o, al menos, no todas ellas, pues el maestro Juárez ha identificado una que proviene de un autor español, publicado en Zaragoza en 1688 en el libro ‘Lírica Poética de Vicente Sánchez’.
No solo eso sino que, como lo comprueban Lobato y Juárez, diversas carátulas de los folios manuscritos encontrados en Ibarra, testimonian que las obras fueron estrenadas y usadas en la Catedral Metropolitana de Quito. Todo esto y más lleva a Gustavo Lobato a concluir en una importante hipótesis, aunque él mismo aclara que este es un trabajo en marcha y que debe seguir investigándose: entre los siglos XVI y XVII existió una Escuela Quiteña de Música, “la cual influenció musicalmente a otras ciudades de la época, como Ibarra, que por ser vecina y [estar] estratégicamente ubicada, se benefició de sus músicos y su música”.
Esta conclusión perfectamente razonable calza con lo que vemos en otros órdenes. La belleza del Centro Histórico de Quito, la excelencia de sus templos y el primor de su imaginería, son testimonios del pasado esplendor de la ciudad y de los esfuerzos dedicados al culto.
Es lógico que esos templos maravillosos de Quito, así como se llenaron de esplendoroso arte plástico, debieron haberse llenado de arte musical en cada una de las ceremonias y ritos del culto divino, para lo que, siendo una época en que toda producción musical tenía que hacerse en vivo, al igual que albañiles y canteros, pintores y escultores, plateros y orfebres, necesitaban tener, y tuvieron, compositores, letristas, maestros de capilla, cantores, músicos y, además, instrumentos que tañer y luthieres que los fabricasen.
Sin embargo, dichas obras no se han conservado. ¿Por qué son estas 38 piezas las únicas que han aparecido? La respuesta no es fácil, y no solo tiene que ver con la incuria, el descuido, el abandono ancestral de nuestros archivos. Tiene que ver con la pobreza que asoló la Presidencia de Quito desde mediados del siglo XVIII por la caída de sus exportaciones de textiles, arte, madera, frutas al Perú cuando terminó el auge de la minería peruana y altoperuana.
Y por los fenómenos naturales, terremotos, erupciones y otras catástrofes. Por eso es tan importante la obra presentada por la Casa de la Música: es como haber encontrado una aguja en un pajar y preservarla y difundirla. En 1994 el investigador y compositor Mario Godoy escaneó y tomó fotos de los manuscritos empastados por Cazorla y poco después también lo hizo Pablo Guerrero, y ambos y luego también Honorio Granja difundieron la existencia de estas obras.
Sin embargo, no hicieron la transcripción a la notación musical moderna, única manera de poder interpretarlas. A lo largo de estos años algunas personas han hecho transcripciones de unas pocas piezas. Hoy se cuenta, por fin, con la publicación integral de esos manuscritos, es decir de todas las piezas y poemas y, además, su registro sonoro.
Hay que agradecer a hombres y mujeres en este hilo de la historia: desde quienes escribieron esas partituras hace siglos, y las copiaron y archivaron; pasando por la Diócesis de Ibarra que las conservó; el Lcdo. Cazorla y el Banco Central que las recopiló; a Godoy, Guerrero, Granja y a todos quienes hicieron transcripciones de algunas de las piezas.
El mérito no es exclusivo, y está repartido, como en todo trabajo académico, en este caso histórico y musicológico. Y ahora, sobre todo, felicitar a los maestros Juárez y Lobato que han continuado y culminado ese trabajo, y a la Casa de la Música, por haber publicado y entregado, por fin, al país y al mundo, esta música del pasado.
* Periodista, escritor