Víctor Vizuete E.
Editor
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En la página 9 de la edición del jueves pasado de este Diario, se informa sobre los contratiempos que existen entre los constructores de nuevas edificaciones y los propietarios de los inmuebles tradicionales de La Floresta y La Mariscal.
La queja -por parte de los dueños de las viviendas, casi todas de una o dos plantas- tiene como argumentos los problemas causados por las excavaciones y otras tareas constructivas.
Inconvenientes que se traducen en resquebrajamientos y fisuras en las instalaciones de las viejas casas.
Esta problemática es parte de la dicotomía urbana actual.
Mientras, por un lado, se busca preservar el patrimonio edificado; por otro, no se puede frenar el desarrollo urbanístico de la ciudad que, como todas las metrópolis modernas, busca optimizar el escaso espacio residencial creciendo hacia arriba.
Obviamente, existe una normativa legal que rige el crecimiento de la ciudad. Ordenanzas que el Municipio está en la obligación de hacerlas cumplir en todos los casos.
Las soluciones para acabar con la problemática son difíciles, pues nunca se puede complacer a todo el mundo.
Entonces, ¿qué hacer? Pues, aplicar uno de los postulados de la sostenibilidad: considerar necesaria la participación de la comunidad en las tomas de decisiones que afecten -de una u otra manera- a esa colectividad.
Es lo que en el nuevo urbanismo se denomina ‘el principio de subsidiaridad’. Y debe tener en cuenta determinantes, como la carga de tierra, los límites y los niveles que cada zona maneja.
Eso es, precisamente, lo que ha faltado en este caso.
Lo que, mediáticamente, se conoce como ‘socializar’ el problema. En otras palabras, falta comunicación.