César Montúfar es docente en la Universidad Andina Simón Bolívar. Ha escrito varios libros sobre la política ecuatoriana y también sobre el impacto de la Ley de medios. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
La indiferencia es definida como un estado de ánimo en donde no hay ni inclinación ni repudio por algo o alguien. Es una forma de quemeimportismo frente a los hechos del día a día.
César Montúfar, politólogo y activista, está en la otra orilla de este concepto. Siempre lo ha estado, aunque eso ha significado incluso poner en riesgo su vida. Él reflexiona sobre esta idea, que puede resultar familiar, aunque poco aceptada entre quienes la practican.
¿Qué significa para usted ser indiferente?
Aristóteles en su libro ‘La Política’ acuña un significado importante sobre qué es ser un imbécil. Para él, es alguien a quien no le importa lo público, aquel que cree que los asuntos del Estado, de la ciudad o del mundo funcionan solos y que una persona puede abstraerse y aislarse de eso.
Bajo esa conceptualización, ¿la imbecilidad es sinónimo de la indiferencia?
Sí, si seguimos la línea aristotélica se parte de la misma premisa. Desde la postura de la comodidad, de la desvinculación del mundo, puede ser que aparentemente funcione, pero a la final como individuos y como sociedad pagaremos las consecuencias de esa distancia con lo que sucede en el país.
¿Por qué?
Porque Aristóteles determina que todas las personas somos seres políticos y eso implica que somos personas de relaciones, de comunicación. Nuestras ideas están siempre construidas desde las relaciones con los otros. Entonces la indiferencia tiene una repercusión en el Estado, más aún cuando vivimos en países como Ecuador, en donde las instituciones son débiles, las leyes y normas que supuestamente deben regular las conductas y
comportamientos se irrespetan constantemente. Cuando solo nos preocupamos por nosotros, entonces nos olvidamos del bien común.
¿El egoísmo de pensar solo en nosotros nos lleva a esta indiferencia?
Cuando hay abundancia, los valores fundamentales de una convivencia social pasan a segundo plano. Valores como la solidaridad, la compasión, la integridad se opacan y se postergan, porque parecería que el mundo, la sociedad, la economía funcionan automáticamente, pero no es así.
En este país suceden cosas que deberían indignarnos, pero parecería que ya nada nos sorprende.
Si bien ha habido una ola de indiferencia, también ha habido lo contrario, una mayor actuación y vinculación. Uno de esos temas que nos mueven es el del ambiente y la naturaleza. Las generaciones más jóvenes, los niños nos enseñan a los adultos muchas cosas. Y esa es una corriente importante y una expresión de esos procesos que van en dirección contraria a esa ola. Las generaciones actuales están más adelantadas y están conscientes de que sus acciones -desde las más pequeñas hasta las más grandes- tienen una repercusión.
¿Esto es un punto de inicio del activismo?
Sí, y el activismo es siempre por un tema puntual, como el medioambiente, pero es la política la que debe aglutinar ese activismo. Ese activismo es positivo y ha crecido, pero es la política donde debe articularse y en realidad es necesario para la sociedad que esto suceda.
Pero la política es vista como algo negativo.
Romper esa idea es el reto de los políticos. Uno de los prejuicios que más daño hace a la sociedad es la antipolítica, la descalificación de la política, y es curioso porque a partir de eso se abre la posibilidad para que una forma mafiosa de hacer política domine. Cuando en realidad se debe entender que sin política no es posible construir una sociedad y no existe una república.
¿Cree que hay más activismo ahora?
Hay situaciones que marcan a las generaciones. Muchos de la generación presente estuvieron marcados por el tema Yasuní y ahora creo que la corrupción también va a establecer un punto hacia el futuro. La sociedad debe hacer una reflexión sobre el tipo de personas que somos.
¿En qué sentido?
Si vivimos en una ciudad colapsada por el incremento del parque automotor en tan poco tiempo deberíamos pensar que caminar, andar en bicicleta o exigir un transporte público de calidad es posiblemente la salida hacia el futuro de nuestro espacio.
¿Hay una edad en donde hay más activismo?
Creo que la adolescencia es el espacio donde uno reacciona frente al mundo. Ahora es un activismo político en otro sentido, en el cuidado del ambiente, en el respeto al otro. Ahora se trata de espacios más integrales, holísticos. Mi adolescencia estuvo marcada por el retorno a la democracia y lo que significaba el cambio de época, fuimos criados en otro esquema. Los jóvenes tienen ahora una conexión más fuerte con otros temas.
¿Cómo se rompe con la indiferencia entonces?
Desde los valores, la solidaridad, la compasión, el sentido de lo público… En la ciudad, en el espacio urbano, tenemos la posibilidad de vincularnos a otros, desde esos valores fundamentales y desde una civilidad que nos permita transformarnos como sociedad y como personas. Es interesante que cada vez las personas se preocupan menos del espacio de la ciudad, de la vereda, del parqueo, de la agresividad que hay en las calles, en el trato interpersonal. Quito ha ido diluyéndose como espacio de civilidad; sin embargo, tienes experiencias interesantes y hay contrastes como en el barrio de La Floresta. Allí hay un proceso inverso, de integración de las personas.
¿Este tipo de ejemplos de unidad y comunidad ha surgido de forma espontánea?
No, son construcciones sociales que están en constante transformación, nada es natural y se ha dado porque las sociedades democráticas funcionan desde la ciudadanía participativa, no indiferente, y para que funcione la convivencia se debe asentar sobre el respeto al otro, a su pluralismo. La idea de que lo público lo construimos todos y no es responsabilidad de uno o de otro, sino que una sociedad debe estar involucrada en lo público.
¿Seremos una generación más egoísta, más individualista?
Es curioso que hablamos de indiferencia y yo lo vinculaba incluso con aislamiento, pero si nos damos cuenta de que vivimos en una revolución tecnológica -que lo que hace es relacionarnos con el mundo-hay la tendencia a conectarse con todos.
En este país se han visto movimientos de unidad y de solidaridad, como cuando hubo el terremoto de Manabí o cuando se cayeron los expresidentes.
El Ecuador es un país tremendamente politizado pero a la vez ha sido positivo que así sea, porque nosotros, ni en los peores conflictos o crisis los hemos arreglado con violencia. ¿Por qué Ecuador no siguió el camino de Venezuela? Por sus ciudadanos, por la gente. El libreto de los gobernantes puede haber sido el mismo, las condiciones internacionales pueden haber sido las mismas pero no sucedió lo que allá sí. Nosotros salimos trabajosamente, con dificultades, con desavenencias, pero es por la gente que ni en las peores crisis recurrimos a la violencia, es un valor fuerte de la sociedad y de todos.
¿Cuando hay violencia se limita el activismo?
Sí. El que no exista abre un espacio de acción, que ha permitido que la sociedad tenga la capacidad de desencadenar procesos regenerativos, porque cuando hay violencia no puedes salir a la calle y manifestarte, como sucede en Venezuela o sucedió en Chile en las décadas de los 70 y 80. Tal vez ahí está la razón de que ahora estamos buscando la forma de salir adelante.
Pero no todos creen que salir a protestar es la solución a los problemas.
No, no todo estamos en la disposición de estar en estos espacios, pero lo más importante es el primer nivel de acción, que es actuar desde la cotidianidad, preocuparnos por el otro.