Ernesto Cardenal terminó perseguido por el sandinismo y Ortega.
En la película ‘Bajo el fuego’, de Roger Spottiswoode, los somocistas decían con recurrencia, como si se tratara de un insulto, que la revolución nicaragüense era “una revolución de poetas”. Equivocados no estuvieron. La escritora Gioconda Belli escribió en el 2015, para el diario El País, que “sin Ernesto Cardenal y sin (el músico) Carlos Mejía Godoy la Revolución Sandinista no habría tomado el poder”.
Quizás ese elemento poético es también la causa de su fracaso. La revolución que se tomó Managua el 19 de julio de 1979 para acabar con casi medio siglo de la dictadura de la familia Somoza fue absolutamente democrática y popular (no es una tautología). Aglutinó a campesinos y trabajadores, clase media y alta, mujeres, estudiantes, jóvenes, empresarios, la izquierda marxista, los socialdemócratas, la Iglesia, los escritores. Parecía ser la revolución ideal para toda una generación de latinoamericanos, incluso más que la cubana. Pero terminó en manos de la pareja más antipoética posible: Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, presidente y vicepresidenta de Nicaragua y, a la postre, se apropiaron del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Nicaragua, decía Cardenal, es un país de poetas. Al menos, tuvo dos que son fundamentales. A finales del siglo XIX emergía Rubén Darío para transformar para siempre la poética en lengua castellana. Y en la segunda mitad del siglo XX, la figura de Cardenal se erigiría como una de las voces más sólidas de la región. Él y el chileno Nicanor Parra fueron los más influyentes en toda una generación que los sucedió con la poesía conversacional y la antipoesía, su marca registrada respectivamente.
Cardenal creció escuchando de su padre los versos de Darío. Y supo que sería un poeta. Siempre se confesó “primero poeta”, antes que sacerdote y luego revolucionario. Octavio Paz decía que la poesía se podría resumir en una palabra: “ojalá” -porque la poesía es deseo y el mayor de los deseos es el amor-. Y los primeros poemas de Cardenal, los ‘Epigramas’, tuvieron en el amor y la política como rebelión sus componentes fundamentales: “yo he repartido papeletas clandestinas,/ gritando ¡viva la libertad! en plena calle/ desafiando a los guardias armados./ Yo participé en la rebelión de abril:/ pero palidezco cuando paso por tu casa/ y tu sola mirada me hace temblar”.
Cardenal fue parte de esa frustrada rebelión de abril de 1953 contra el dictador Anastasio Somoza García, a la vez que andaba perdidamente enamorado de Carmen, Claudia o Ileana… Pero, inesperadamente, Dios le fue revelado y en 1957 decidió ingresar a la orden trapense para dedicarse a la contemplación. Y aunque debió silenciar su poesía inicialmente, esta conversión fue esencial para su obra porque sus textos tuvieron las resonancias de una épica político-religiosa.
Quizá por su carácter de poeta, sacerdote y revolucionario, en ese orden, o por esa barba y cabello canosos, su boina negra (decía que era para sostener el cabello que siempre le gustó largo), la vestimenta de camisa blanca y sandalias, se olvida de su condición estrictamente mística, como parte de la tradición de San Juan de la Cruz. En su antología de textos místicos -‘Que voy de vuelo’- dice: “Yo nací para un amor extremista/ tal vez por eso nos comprendemos./ Más extremista sos vos/ y yo te conozco poco todavía/ (…)/ ¿Qué gano que la Luna sea bella si no estoy con vos?”, le dice a Dios.
Los Salmos, por ejemplo, inspirados obviamente en los del rey David, son un clamor por la liberación de los oprimidos. Y su ‘Oración por Marilyn Monroe’ es una pieza magistral con metáforas poderosas (“sola como un astronauta frente a la noche espacial”) y principalmente la soledad inmensa de mujer más hermosa de todos los tiempos, incluso más que la Helena por la que se desataron los 10 años de la guerra de Troya, su destino trágico.
Como trapense, es decir como hombre dedicado a la vida contemplativa, Cardenal tuvo la fortuna de formarse con el poeta estadounidense Thomas Merton en la abadía de Getsemaní, en Kentucky, Estados Unidos. La influencia de la poesía norteamericana sería fundamental, sobre todo del gran Ezra Pound, quien era un admirador del líder fascista Benito Mussolini. Pero eso no condición que Cardenal reconociera su valor literario. Y fue la sugerencia de Merton la que lo llevó a fundar uno de sus legados más importantes: la comunidad de Solentiname, en donde impulsó no solo el catolicismo sino la poesía, la pintura primitivista y, sobre todo, la revolución.
De allí también brotarían las fuerzas eclesiales para liberarse de Somoza. Cardenal fue el rostro mundial de la insurgencia sandinista. Y es que ya había tenido su segunda conversión. “El evangelio me hizo marxista”, dijo, luego de ir a Cuba.
Pero también vendrían los intentos de silenciarlo. El papa Juan Pablo II le suspendió , en 1984, ‘a divinis’ por su rol en el Gobierno como ministro de Cultura. Le impidió los sacramentos, algo durísimo de sobrellevar para un sacerdote. Y en 1994 dejó el FSLN y denunció la corrupción de los Ortega. Pero nunca dejó de ser un marxista. “Chesterton decía -dijo Cardenal- que el cristianismo no ha fracasado porque no se ha puesto en práctica. Yo digo lo mismo del marxismo, no se ha puesto en práctica. El cristianismo y marxismo se parecen en eso: son dos proyectos que no es que hayan fracasado sino que no han sido realizados todavía. Y yo sigo siendo cristiano y marxista”.