El videoclip de Despacito, la canción interpretada por Luis Fonsi y Daddy Yankee, alcanzó un billón de reproducciones en YouTube. Foto: Captura
2017 será recordado como el año en que un extravagante empresario racista tomó posesión de la Sala Oval. El año de la masacre de sirios mediante armas químicas y el del Brexit. Quizás también sea el año del colapso final del chavismo y de la monarquía comunista norcoreana. Pero sí es seguro que también será recordado como el año en que todos en el mundo tarareaban ‘Despacito’.
Cada época tiene su hit, su banda sonora, su contraseña, su estribillo pegajoso. Desde el invento de la radio y de esa singular ciencia llamada marketing, ha sido habitual que alguna canción sea la preferida por las mayorías. Pero siempre hubo algo más que difusión y estrategias de mercadotecnia para triunfar. La catarsis (del griego ‘catharsis’, purificación) también es un ingrediente a considerar.
Soda Stereo, por ejemplo, pudo tener éxito en los ochenta en América Latina porque su música era una estupenda y necesarísima válvula de escape luego de las atrocidades de las dictaduras de los setenta. “Te hacen falta vitaminas”, cantaba Gustavo Ceratti en sus inicios a un público juvenil harto del pasado sombrío. La llamada ‘Movida’ española respondía, asimismo, a la urgencia de liberarse de los severos corsés franquistas. “Voy a mil”, cantaba, liberada, Vicky Larraz, cuando era la voz de Olé Olé. “Quiero ser millonario”, cantaban Los Ilegales.
Por supuesto, la historia de la música pop está repleta de casos en que escritores, músicos y productores se han roto los sesos en busca de ‘la’ canción, del estribillo que cautive y que provoque a la gente pagar por ella. En otras palabras, estos alquimistas han buscado la fórmula que convierta a una canción en una fuente de gloria y fama, pero sobre todo de dinero. La música como desahogo de la sociedad, como vehículo para liberar angustias, no les interesa en lo absoluto.
Ahí están, por ejemplo, las boybands. The Monkees, formados en 1966, fueron los primeros en triunfar con la fórmula de los chicos guapos que bailaban y cantaban (bueno, solo uno cantaba, el resto posaba) en una serie de televisión.
Criticados pero al mismo tiempo imitados en cientos de variantes a lo largo de las décadas (¿qué no es el K-pop sino una sofisticación industrial de los grupos de chicos?), The Monkees fue la piedra angular para que los productores se esforzaran en controlar la música (y el ‘look’) de los artistas.
Tras la experiencia de The Monkees, el mundo de la música pop se cuestionó, al menos por unos años, su papel en la sociedad. ¿Está para divertir? ¿Para competir? ¿Para conquistar chicas? ¿Hay papel?
Cada músico y productor tendrán su respuesta. Pero es verdad que varios de los hits más potentes de la historia han ocurrido en contextos que requerían de una catarsis. Recordemos 1973, año del inicio de la dictadura de Pinochet, la crisis del petróleo, dictaduras por todo lado, miedo a la guerra nuclear. Una de las canciones más escuchadas fue ‘Live Me Love (Give Me Peace on Earth’, de George Harrison, número 1 en Estados Unidos y octava en el Reino Unido.
Hay éxitos indudablemente atados al contexto. ‘We Are The World’, de 1985, fue el himno contra la injusticia de un Occidente rico pero impávido frente a una África hambrienta. Este hit fue escrito por Michael Jackson y Lionel Ritchie, pero el productor fue Quincy Jones, el genio detrás de los álbumes del ‘Rey del Pop’ más masivos. Un alquimista nato.
La versión de ‘Candle in The Wind’ de 1997 de Elton John triunfó porque recogió el inmenso dolor mundial por la muerte de Lady Di, la cenicienta más real de la historia.
Conforme ha avanzado la globalización, ha sido más difícil precisar esos contextos. ‘Macarena’ es un milagro ocurrido en 1996, en un contexto de pujanza de Estados Unidos, con Bill Clinton bailando ese tema de Los del Río, apoyado por una coreografía particular. También fue el año en que lo hispano se ponía de moda, con Ricky Martin empezando su ‘crossover’ al inglés: una canción suya fue parte de los Juegos Olímpicos de Atlanta.
Otro de los éxitos más rotundos y más extraños fue ‘Gangnam Style’, un hip-hop que acabó el 2012 como el más visto en YouTube de la historia. Su autor y cantante es PSY, un surcoreano que era todo lo contrario al glamuroso K-pop. De hecho, la letra critica el estilo de vida de las clases altas del país, pero la coreografía y la pegajosa música impactaron mundialmente gracias a las facilidades de difusión de YouTube.
¿A qué responde el descomunal éxito de ‘Despacito’, que ya batió todos los récords de reproducción para un tema en español en YouTube? Puede ser que estemos en el punto culminante de una tendencia de la industria que va algunos años, en que artistas consagrados del pop como Enrique Iglesias, Thalía o Shakira se juntan a estrellas de la música urbana y reguetonera. Maluma fue el más buscado en el 2016. En esta ocasión, Luis Fonsi, del pop, se une a Daddy Yankee.
También tiene que ver el empaque. La coautora es la panameña Erika Ender. Con 42 años, es una de las fabricantes de canciones más solicitadas por artistas de varios géneros, desde el mismo Daddy Yankee y Chayanne hasta Gilberto Santa Rosa y Elvis Crespo, pasando por Gloria Trevi, Ana Bárbara y Ha*Ash.
La letra se desmarca de lo misógino y lo explícito del género, para ser más bien sensual, sugestivo. Aunque el video es de lo más común (participa la ex-Miss Universo Zuleyka Rivera), la letra habla de una conquista más bien romántica: “Esto hay que tomarlo sin ningún apuro”. No es literatura, pero quizás es lo que los latinos quieren sentir: en medio de tanta vorágine que afronta la región y el mundo, hay que aprender a disfrutar de los asuntos sencillos de la vida. Quizás es la catarsis que se requiere en estos momentos: ir des-pa-ci-to.