Mujeres argelinas, disfrutando de una de las playas de su país, cerca de Argel. Foto: Ryad Kramdi / AFP / archivo / EL COMERCIO
Cuando se trata de la prohibición de usar burkinis en playas occidentales no hay respuesta fácil ni solución que se avizore en el corto plazo. Esa imposibilidad, no impide darse cuenta, como sostiene la feminista paquistaní y activista por la secularización Alishba Zarmeen, de lo que esa prenda representa, incluso para aquellas mujeres que la usan de buena gana y la defienden, con todo el derecho que les da la libertad de la cual gozan (y ojalá sigan gozando) en Occidente.
Zarmeen dice: “Lo que siento respecto de los apologistas del hijab como un símbolo de identidad y liberación es lo mismo que siento respecto de quienes apoyan la bandera confederada (expresión de racismo en EE.UU.): La libertad de expresión garantiza su derecho a apoyarlos, pero no pueden olvidar la historia y para lo que han servido esos símbolos”. Exacto.
La prenda, como registra Roger Cohen en una reciente columna de The New York Times, fue creada en el 2004
por la australiana de origen libanés Aheda Zanetti, para aliviar a millones de musulmanas que pasaban momentos muy incómodos si querían darse un chapuzón o nadar en el mar.
Aunque para cuando nació el burkini las Torres Gemelas ya habían sido atacadas y la guerra ‘preventiva’ contra el terrorismo a escala internacional ya había empezado, con George W. Bush a la cabeza, las condiciones eran otras y si alguien puso el grito en el cielo por la prenda de marras, ese alguien tuvo muy poco eco; al contrario de ahora, que ocupa titulares en las portadas de los principales diarios del mundo.
El carácter ¿intimidatorio?, ¿ofensivo?, ¿peligroso? (es difícil adentrarse en la lógica de quienes lo censuran por motivos de seguridad pública) del burkini ha mutado en la medida en que algunos dirigentes políticos han decido convertirlo en símbolo del terrorismo de filiación musulmana (que no es el único, hay terrorismos que adscriben a todo tipo de confesiones religiosas, ¿no?).
Para Cohen es tan inaceptable la prohibición estatal de usar burkinis -atropellando las libertades individuales- como lo es que algunas comunidades musulmanas pretendan gozar de los beneficios de las democracias europeas a la vez que se niegan a aceptar los valores sobre los cuales estas se levantan; como la igualdad de derechos para hombres y mujeres, a la que equiparan con libertinaje y prostitución.
Cohen es apenas uno de los muchos líderes de opinión del mundo que se han opuesto a la medida que tomaron 15 ciudades de la Riviera francesa. Y el Gabinete del Gobierno francés está dividido al respecto; aunque comparten su animadversión por la prenda por lo que simboliza, por un lado el primer ministro, Manuel Valls, defiende la prohibición, y por otro la ministra de educación, Najat Vallaud-Belkacem, es muy crítica de la misma.
Al parecer, tampoco la justicia apoyará a los prohibicionistas; el viernes pasado, una corte negó a la población de Villeneuve-Loubet el derecho a vetar el traje de baño que utilizan algunas musulmanas.
El tema es complejo porque, a la vez, remite al prohibicionismo institucional -práctica odiosa y casi siempre, además de innecesaria, contraproducente-, a las imposiciones a las a la mujer en casi todas las culturas y en casi todas las épocas, y también a las decisiones del fuero interno más delicadas, como las relacionadas con el pudor. Hay mujeres que adoptan gustosas este traje de baño que en Occidente desde hace varias décadas (tampoco tantas) parece impensable, aunque en muchas playas ecuatorianas no sea raro ver a mujeres que se meten al mar cubiertas, con camisetas y shorts o incluso licras largas, para no mostrarse.
Pudor podría ser un concepto clave en este debate que tiene enardecidos a no pocos defensores y detractores del mentado burkini. Los primeros, sobre todo, son críticos con la hipersexualización (otra imposición patriarcal, dicen muchos) de la mujer en los países occidentales y apelan a la libertad individual de cubrirse o taparse, y es difícil no concederles razón.
Sin embargo, habría que hacer una diferencia entre las señoras de Playas Villamil, Atacames o Manta y las musulmanas que optan por entrar casi vestidas al mar.
En el caso de las primeras, la protección de su pudor no remite a la vulneración de un derecho básico: la libertad para decidir sobre el propio cuerpo. Para las segundas, aunque muchas de ellas no quieran verlo, inevitablemente remite a una realidad dura a la que son sometidas (con matices, eso sí) millones de mujeres que son parte de comunidades que (mal)interpretan, desde el fanatismo y la radicalización, el islam.
Pero eso no significa que Occidente salga indemne de las injusticias cometidas contra las mujeres y sus cuerpos; la aún vigente penalización del aborto en tantos países, por ejemplo, o las reminiscencias del control a través de la vestimenta son apenas un par en una lista lamentable.
En este último ámbito, no podemos olvidar el corsé victoriano, que engendró a la mujer-objeto, que estaba en el mundo para moverse poco y más que nada para ser mirada y agradar a los hombres; una prenda que casi le imposibilitaba respirar y le ocasionaba múltiples problemas de salud. Su reinado duró aproximadamente un siglo, ¿cuánto tiempo durará el burkini? Y, sobre todo, ¿cuánto tiempo más fingiremos que no sabemos lo que simboliza y en su lugar, absurdamente, lo trataremos como un atuendoterrorista?