La brecha se abrió y generó frustración

En África se combinan la pobreza, la dependencia agrícola, instituciones débiles y un alto crecimiento poblacional. Esto vuelve al continente aún más vulnerable a cualquier desastre. Daniel irungu / EFE

En África se combinan la pobreza, la dependencia agrícola, instituciones débiles y un alto crecimiento poblacional. Esto vuelve al continente aún más vulnerable a cualquier desastre. Daniel irungu / EFE

En África se combinan la pobreza, la dependencia agrícola, instituciones débiles y un alto crecimiento poblacional. Esto vuelve al continente aún más vulnerable a cualquier desastre. Daniel irungu / EFE

En 1939, los psicólogos K. Dunlap, E. Gentry y T.W. Zeigler realizaron un experimento: administraron choques eléctricos a dos ratas enjauladas. El resultado fue que empezaron a pelearse entre ellas; más adelante, varios estudios con humanos revelaron que la frustración genera agresión aunque, como apunta Alba Elisabeth Mustaca en la revista Avances en Psicología Latinoamericana, también se dan casos en los cuales no se generan respuestas violentas.

Pero en este año se dio una interminable seguidilla de noticias de protestas sociales, casi siempre combinadas con enfrentamientos y daños a bienes públicos y privados, sin importar si ocurren en países industrializados o en vías de desarrollo. Eso hace pensar en grupos e individuos que solo necesitaban una chispa que haga explotar su malestar y sacar un descontento que llevaban por años en su interior.

Si la fuerza de la convocatoria popular a través de las redes sociales de la Primavera Árabe iniciada en Túnez el 2010 sorprendió al mundo, hoy la sorpresa -y por qué no decirlo, el recelo- es mayor cuando cualquier medida de un gobierno puede ser el detonante de un estallido que sobrepasa cualquier capacidad de respuesta para, por lo menos, intentar que un país vuelva a la calma.

Líderes como Emmanuel Macron, Sebastián Piñera o Iván Duque se vieron en jaque en los últimos meses, y el panorama da para creer que lo peor aún está por venir. ¿La razón? La economía mundial no pasa precisamente por su mejor momento, y uno de sus resultados más evidentes será el aumento de la desigualdad, que según el informe para Latinoamérica del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) es uno de los principales puntales de las huelgas y movilizaciones.

El organismo señala, por ejemplo, que no importa que millones de personas hayan salido de la pobreza en la región en la última década, las sociedades se enfrentan a una nueva serie de inequidades. Puede que la brecha en los niveles básicos de vida se haya reducido, pero aún hay grandes masas que ven limitado su acceso a la educación superior, a la Internet de banda ancha e incluso a la posibilidad de gozar de una pensión que permita solventar una vida digna cuando llegue el momento de la jubilación.

La Fundación Carolina de España publicó el mes pasado un análisis donde puntualiza que la cada vez más grande franja de la población vulnerable ante la recesión vive una “difícil combinación de expectativas de ascenso, y de frustración y descontento al comprobarse que no se pueden materializar”. Esto se refleja en lo que el texto califica como un “generalizado malestar en la democracia, que se concreta en una amplia crisis de representación política, de desafección ciudadana y de desconfianza en las instituciones en y las élites”.

En este punto, ya no importan las tendencias políticas, sino cuál es la fórmula para que el Estado convenza a sus decepcionados ciudadanos que hay una luz al final del túnel. Porque si no hay gente motivada a explotar su creatividad y capacidad de emprendimiento para trabajar, una sociedad difícilmente saldrá adelante, reflexionaba el mes pasado el politólogo Roberto Rave para el sitio web de la cadena CNN.

Ya en el 2014, el Foro Económico Mundial de Davos expresó su preocupación respecto del riesgo para el progreso de la humanidad que supone la desigualdad, que trasciende desde el ámbito de los recursos hacia la política. Como reflexiona Joaquín Estefanía en su columna del diario El País, de España, esto se debe a que las inequidades clásicas reducen las posibilidades de participación política, ofreciendo a determinados grupos un mayor espacio para influir en las grandes decisiones. “Los privilegiados pueden hacerse con el control del sistema, y moldearlo a la medida de sus preferencias”, agrega.

Toda solución va cargada de ideología
Hechos como el que, según Oxfam, el 10% más pobre de la población dedica al pago de impuestos un porcentaje de sus ingresos mayor que el 10% más rico son la agarradera para que pensadores como Noam Chomsky hablen de una profunda decepción entre el ciudadano de a pie. Muchas necesidades no cubiertas mientras se realiza un trabajo precario -cuando lo hay- llevan a una ira cocinada a fuego lento que, tal como se ha visto en las últimas semanas, solo necesita de un anuncio de incremento de tarifas para alcanzar su punto máximo de ebullición.

Desde la izquierda, el clamor apunta a que el Estado aumente la carga impositiva a las grandes empresas y a las personas ricas, con la finalidad de invertir en servicios básicos.

En el otro extremo, se defiende el argumento de que ninguna medida clientelista, de un Estado que entrega todo gratis, ha conducido al crecimiento de un país. La protesta que no va acompañada de una propuesta para aportar desde el escalafón más bajo sería un camino para que, cuando las finanzas públicas atraviesen un período de vacas flacas, la calle sea la única vía de escape a una bancarrota que profundiza aún más la desigualdad.

Los pronósticos respecto de la protesta nacida de la inequidad, que en el 2019 sucedió en diversos puntos del orbe, no son optimistas. Con más cosas que desear en medio de un imparable desarrollo global, hay más anhelos que los sectores vulnerables no pueden cumplir, en una bola de nieve que la gobernanza mundial aún no descifra cómo parar.

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